CAMBIO DE IDIOMAS

Table of Contents

No molestes al diablo

Prólogo

Primera parte

1. El primer día de primavera

2. Un favor enorme a Connie Clarke

3. El impacto del asesinato

4. Al corazón de lo deprimente

5. Hacia una maraña de espinas

6. Vueltas y giros

7. Ahab, el cazador de ballenas

8. El complicado proyecto de Kim Corazon

9. Un huérfano reticente

10. Un punto de vista radicalmente diferente

11. Extrañas secuelas

12. La locura de Max Clinter

13. Masacre en serie

14. Una visita extraña a un hombre nervioso

15. Escalada

Segunda parte

16. Dudas

17. Una simple iniciativa

18. Patrón de resonancia

19. Causar problemas

20. Sorpresa

21. Más sorpresas

22. La mañana siguiente

23. Sospecha

24. Suben las apuestas

25. Amor y odio

26. Una explosión de amenazas

27. Reacciones en conflicto

28. Más oscuro, más frío, más profundo

Tercera parte

29. Demasiados fragmentos y piezas

30. Estreno

31. El regreso del Buen Pastor

32. El multiplicador

33. Mensaje recibido

34. Aliados y enemigos

35. Invitación a la fiesta

36. Picahielos y animales

37. Voluntad de matar

38. El Estrangulador de las Montañas Blancas

39. Sangre y sombras

40. Afrontar los hechos

41. El cómplice del diablo

42. Opción remota

43. Hablar con el Pastor

44. Valoración

45. El discípulo del diablo

46. Ningún otro camino

47. La partida de un ángel

48. El que importaba

49. Un hombre extremadamente racional

50. Apocalipsis

51. Gracia

Agradecimientos

Autor

Acerca de la obra

Nada es nunca lo que parece. Y menos si David Gurney está involucrado.

Han pasado seis meses. David Gurney apenas ha conseguido reincorporarse a una cierta normalidad después de haberse encontrado al borde de la muerte tras resolver el caso más peligroso al que se había enfrentado. Madeleine, su esposa, está preocupada; Gurney ha sido diagnosticado con síndrome de estrés post traumático y nada parece alegrarle.

Días después el ex detective recibe una llamada. Connie Clark, la periodista que creó la leyenda de Superpoli y lo catapultó a la fama quiere pedirle ayuda. Su hija Kim está realizando un documental sobre las familias de las víctimas de un asesino en serie al que nunca atraparon, el Buen Pastor, y Connie quisiera que Gurney supervisara sus investigaciones y la guiara. En parte por aburrimiento y en parte por hacerle un favor a Connie, Gurney acepta.

Sin embargo, esto no será más que el principio. Incapaz de ponerle coto a su curiosidad y a su necesidad de resolver cada una de las incógnitas que se le presentan, David Gurney se verá arrastrado a una investigación para descubrir la verdadera identidad del asesino. Un asesino que es tan imprevisible como peligroso, un diablo al que convendría dejar en paz.

Si en Sé lo que estás pensando te asombró y en No abras los ojos te aterró, con Deja en paz al diablo, John Verdon consigue lo inesperado: sorprender al lector a cada página hasta dejarlo sin aliento.

No molestes al diablo

Prólogo

Había que detenerla.

Las insinuaciones no habían funcionado. No había hecho caso de sugerencias sutiles. Era necesario actuar con más contundencia. Algo drástico e inequívoco, acompañado por una explicación clara.

Esto último era crucial, no podía dejar lugar a la duda ni a las preguntas. Tenía que hacer entender el mensaje a la policía, a los medios y a esa ingenua entrometida, todos tenían que estar de acuerdo respecto a su significado.

Bajó pensativamente la mirada a la libreta amarilla que tenía delante y empezó a escribir:

Tienes que abandonar de inmediato tu proyecto, tan mal concebido. Lo que estás proponiendo hacer es intolerable. Glorifica a la gente más destructiva de la Tierra. Ridiculiza mi persecución de la justicia al ensalzar a los criminales a los que he ejecutado. Crea compasión inmerecida por los más viles entre los viles. Esto no puede ocurrir. No lo permitiré. He dormido diez años en paz con mi éxito, en la paz de mi mensaje al mundo, en la paz de mi justicia. Si me fuerzan a tomar las armas otra vez, el precio será terrible.

Lee lo que ha escrito. Niega lentamente con la cabeza. No está del todo satisfecho con el tono. Arranca la página de la libreta y la introduce en la ranura de la trituradora de documentos que tiene junto a su silla. Empieza una página nueva:

Detén lo que estás haciendo. Para ahora y aléjate. O volverá a haber sangre, y más sangre. Estás advertida. No perturbes mi paz.

Eso estaba mejor. Pero todavía no estaba bien del todo.

Tendría que darle más vueltas, ser más claro, no dejar la menor duda. Debía ser perfecto.

Y había muy poco tiempo.

Primera parte
 Los huérfanos del crimen

1. El primer día de primavera

La puerta cristalera estaba abierta.

Desde su posición, de pie junto a la mesa del desayuno, Dave Gurney vio que los últimos restos de nieve del invierno, como glaciares reacios, habían retrocedido desde el prado abierto y ya solo sobrevivían en las zonas más recónditas y umbrías del bosque de alrededor.

Las ricas fragancias de la tierra recién descubierta y del heno sin segar del verano anterior flotaban hasta la gran cocina de la casa. Eran olores mágicos que en algún momento habían tenido el poder de cautivarlo. Ya apenas lo emocionaban. Le resultaban agradables, sin más. Agradables, sí, pero sin importancia.

—Deberías salir —dijo Madeleine desde el fregadero, donde estaba lavando el bol de los cereales—. Sal, hace un sol espléndido.

—Sí, ya lo veo —contestó Dave, sin moverse.

—Tómate el café en una de las sillas de fuera —propuso ella, dejando el bol en el escurreplatos de la encimera—. Te vendrá bien un poco de sol.

—Hum. —Dave asintió mecánicamente y tomó otro sorbo de la taza que sostenía—. ¿Es el mismo café que estábamos usando?

—¿Qué tiene de malo?

—No he dicho que tenga nada de malo.

—Sí, es el mismo café.

Dave suspiró.

—Creo que me estoy resfriando. Hace un par de días que no le encuentro el gusto a las cosas.

Madeleine apoyó las manos en el borde de la isleta de la cocina y lo miró.

—Has de salir más. Tienes que hacer algo.

—Sí.

—Lo digo en serio. No puedes quedarte sentado en casa todo el día, mirando la pared. Te pondrás enfermo. Ya te estás poniendo enfermo. Claro que nada tiene gusto. ¿Has llamado a Connie Clarke?

—Lo haré.

—¿Cuándo?

—Cuando tenga ganas.

Era improbable que pronto recuperara las ganas. Llevaba así los últimos seis meses. Era como si, después de las heridas que había sufrido en el desenlace del estrambótico caso del asesinato de Jillian Perry, se hubiera distanciado de todo lo relacionado con la vida normal: tareas cotidianas, planificación, gente, llamadas de teléfono, compromisos de cualquier clase. Había alcanzado un punto en que nada le gustaba más que una página de calendario en blanco para el mes siguiente: ninguna cita, ninguna promesa. Había llegado a equiparar reclusión con libertad.

Al mismo tiempo, sin embargo, sabía que aquello no era bueno, que no había paz en su libertad. Lo dominaba la hostilidad, no la serenidad.

Hasta cierto punto, comprendía la extraña entropía que iba desenrollando la tela de su vida y que lo estaba aislando. O al menos podía enumerar las que creía que eran sus causas. Casi en lo alto de la lista situaría los acúfenos que había estado sufriendo desde que salió del coma. Con toda probabilidad el problema había comenzado dos semanas antes, cuando le dispararon tres tiros casi a bocajarro en una pequeña oficina.

El sonido persistente en sus oídos (que el otorrino le había explicado que no era un «sonido», sino más bien una anomalía neuronal que el cerebro interpretaba erróneamente como un sonido) era difícil de describir. El tono era agudo; el volumen, bajo; el timbre, como una nota musical apenas susurrada. El fenómeno, bastante común entre músicos de rock y excombatientes. Era misterioso desde el punto de vista anatómico y —salvo por algunos casos ocasionales de remisión espontánea—, por lo general, incurable.

—Francamente, detective Gurney —había concluido el médico—, considerando lo que ha tenido que pasar, considerando el trauma y el coma, terminar con un suave zumbido en los oídos es un resultado más que afortunado.

No era una conclusión que pudiera discutir. Aun así, eso no le facilitaba acostumbrarse a ese tenue gemido que continuaba cuando todo lo demás estaba en silencio. El problema se agudizaba por la noche. Lo que a la luz del día podía parecer el inofensivo silbido de una tetera en una habitación distante, se convertía por la noche en una presencia siniestra, una atmósfera fría y metálica que lo envolvía.

Luego estaban los sueños: sueños claustrofóbicos que evocaban sus experiencias en el hospital, recuerdos del yeso que le inmovilizaba el brazo, de la dificultad que había tenido para respirar; sueños que lo dejaban con una sensación de pánico durante muchos minutos después de despertarse.

Todavía tenía un punto entumecido en el antebrazo derecho, cerca de donde la primera de las balas le había destrozado la muñeca. Se miraba ese lugar de manera regular, casi cada hora, con la esperanza de que el cosquilleo remitiera o, en días más depresivos, con el temor de que se extendiera. Sentía dolores ocasionales, impredecibles, pinchazos en el costado, donde la segunda bala lo había atravesado. También sufría un cosquilleo intermitente —como un picor contra el que no servía rascarse— en el centro de la línea de nacimiento del cabello, donde la tercera bala le había fracturado el cráneo.

Quizás el efecto más desconcertante de resultar herido era la constante necesidad que sentía de ir armado. En el trabajo llevaba pistola porque las regulaciones lo requerían pero, a diferencia de la mayoría de los policías, no le gustaban las armas de fuego. Y cuando abandonó el departamento, después de veinticinco años, abandonó su arma junto con su placa dorada de detective.

Hasta que le dispararon.

Sin embargo, ahora, al vestirse cada mañana, jamás olvidaba su pequeña cartuchera de tobillo para la Beretta calibre 32. Odiaba sentirse obligado a llevar esa maldita arma. Lo aborrecía. No perdía la esperanza de que la necesidad disminuyera de forma gradual, pero hasta ese momento eso no estaba ocurriendo.

Para colmo, tenía la sensación de que Madeleine lo observaba desde hacía unas semanas con preocupación. No se trataba de las fugaces miradas de dolor y pánico que vio en el hospital, ni de las expresiones alternas de esperanza y ansiedad que habían acompañado los primeros momentos de su recuperación, sino de algo más silencioso y más profundo, un terror crónico y semioculto, como si estuviera siendo testigo de algo espantoso.

Todavía de pie junto a la mesa del desayuno, Dave se terminó el café de dos largos sorbos. Luego llevó la taza al fregadero y la enjuagó con agua caliente. Oía a Madeleine al fondo del pasillo, en el lavadero, limpiando el cajón del gato, que ella misma había traído hacía poco a casa. Gurney se preguntaba por qué. ¿Era para animarlo? ¿Para que se entretuviera con una mascota y no solo con él mismo? Si era así, no estaba funcionando. A él ese gato no le despertaba el más mínimo interés.

—Voy a ducharme —anunció.

Oyó que Madeleine decía algo en el lavadero que sonó como «Vale». No estaba seguro de que hubiera dicho eso, pero no veía ningún motivo para preguntar. Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo del agua caliente.

Una larga ducha llena de vapor —el vigorizante chorro pulverizado que le acribillaba la espalda desde la base del cuello a la de la espalda, relajando músculos, abriendo capilares, limpiando la mente— le produjo una sensación de bienestar tan maravillosa como fugaz.

Cuando se vistió de nuevo y volvió a la puerta cristalera, ya estaba empezando a reafirmarse una sensación de ruidosa inquietud. Madeleine estaba fuera, en el patio de losas. Más allá había una pequeña zona del prado que, tras dos años de cuidados, había llegado a parecer césped. Ella, vestida con una chaqueta gastada, pantalones de chándal naranja y botas de goma verdes, iba avanzando por el borde de las losas, golpeando con entusiasmo con una pala cada dos metros, creando una clara delimitación, eliminando las raíces de maleza invasora. Miró a Dave para invitarle a que se uniera a ella en ese trabajo; luego, su mirada se tornó en decepción al comprobar que su marido no estaba por la labor.

Irritado, Dave apartó la mirada. Su atención vagó por la colina hasta el tractor aparcado junto al granero.

Madeleine siguió su mirada.

—Estaba pensando, ¿podrías usar el tractor para allanar los surcos?

—¿Qué surcos?

—Donde aparcamos los coches.

—Claro… —dijo con vacilación—. Supongo.

—No es que haya que hacerlo ya.

—Hum.

Todo lo relajado que se había sentido con la ducha quedó en nada cuando empezó a pensar en el problema del tractor. Se había dado cuenta un mes antes y en gran medida ya lo había apartado de su mente, salvo en ciertos momentos en que le llegaba a sacar de quicio.

Parecía que Madeleine lo estuviera estudiando.

—Creo que ya basta de cavar por ahora —dijo.

Sonrió, dejó la pala y rodeó la puerta lateral para poder quitarse las botas en el lavadero antes de entrar en la cocina.

Dave respiró hondo, miró al tractor y se preguntó por enésima vez por el misterio del freno bloqueado. Como si actuara en maligna armonía, una nube oscura tapó lentamente el sol. Al parecer, la primavera había llegado y había pasado de largo.

2. Un favor enorme a Connie Clarke

La finca de los Gurney estaba en lo alto de la colina, al final de un camino rural a las afueras del pueblo de Walnut Crossing, en los Catskills. La vieja casa de labranza estaba enclavada en la suave pendiente sur de la colina. Un prado crecido en exceso la separaba de un enorme granero rojo y de un estanque profundo rodeado de eneas y sauces, detrás del cual se extendía un bosque de hayas, arces y cerezos negros. Al norte, un segundo prado se alzaba por la ladera hacia una pineda y una senda de losas pequeñas que se asomaba al siguiente valle.

El clima había experimentado la clase de cambio radical que era mucho más común en las montañas de los Catskills que en Nueva York, de donde eran Dave y Madeleine. El cielo se había convertido en un manto uniformemente gris que se extendía sobre las colinas y daba la sensación de que la temperatura había descendido cinco o seis grados en diez minutos.

Había empezado a caer una fina aguanieve. Gurney cerró la puerta cristalera. Al presionar con fuerza para pasar los pestillos, sintió un dolor desgarrador en el lado derecho del estómago. Al cabo de un momento, notó otro pinchazo. Era algo a lo que estaba acostumbrado, nada que tres ibuprofenos no pudieran solucionar. Fue hacia el botiquín del cuarto de baño, pensando que la peor parte no era el malestar físico, sino la sensación de vulnerabilidad, darse cuenta de que la única razón de que estuviera vivo era que había tenido suerte.

La suerte no era algo que le gustara: para él, no era más que el sustituto de la competencia para el imbécil. Le había salvado la vida, pero no era un aliado de fiar. Conocía a hombres más jóvenes que creían en la buena suerte, que confiaban en ella, que pensaban que era algo que poseían. Sin embargo, a sus cuarenta y ocho años, él sabía perfectamente que la suerte es solo suerte, y la mano invisible que lanza la moneda es tan fría como un cadáver.

El dolor en su costado también le recordó que quería cancelar la visita inminente con su neurólogo en Binghamton. Había asistido a cuatro sesiones con aquel hombre en menos de cuatro meses, y le resultaban cada vez más absurdas, a menos que el único objetivo fuera enviar una factura a su seguro médico.

Guardaba en el escritorio de su estudio el número de teléfono con los de otros médicos. En lugar de continuar hacia el cuarto de baño a por el ibuprofeno, fue al estudio a hacer la llamada. Cuando estaba marcando el número se imaginó al doctor: un hombre ensimismado de casi cuarenta años, de cabello negro ondulado con entradas, ojos pequeños, boca femenina, barbilla poco pronunciada, manos delicadas, manicura en las uñas, zapatos caros, actitud desdeñosa y ningún interés visible en nada que Gurney pensara o sintiera. Las tres mujeres que trabajaban en su sala de recepción, elegante y moderna, daban la impresión de estar perpetuamente confundidas e irritadas por el médico, por sus pacientes y por los datos de sus pantallas de ordenador.

Al tercer tono contestaron al teléfono, con una impaciencia al borde del desprecio.

—Consultorio del doctor Huffbarger.

—Soy David Gurney, tengo una visita que he…

La voz aguda lo cortó.

—Espere, por favor.

De lejos se oyó una voz de hombre. Por un momento pensó que pertenecía a un paciente enfadado que soltaba una queja larga y urgente, hasta que una segunda voz planteó una pregunta, y una tercera se unió a la refriega en un tono igual de indignado, hablando deprisa y en voz alta. Gurney se dio cuenta de que lo que estaba oyendo era el canal de noticias por cable que hacía que sentarse en la sala de espera de Huffbarger se convirtiera en un suplicio.

—¿Hola? —dijo con un tono definitivo—. ¿Hay alguien ahí? ¿Hola?

—Un momento, por favor.

Las voces pertenecientes a esas cabezas huecas que le resultaban tan repelentes continuaron oyéndose. Estaba a punto de colgar cuando regresó la voz de la recepcionista.

—Consulta del doctor Huffbarger, ¿qué desea?

—Sí, soy David Gurney. Tengo una visita que quiero cancelar.

—¿La fecha?

—Dentro de una semana, a las 11.40.

—Deletree su nombre, por favor.

Gurney estuvo a punto de preguntar cuántas citas tenía ese día a las 11.40, pero prefirió deletrear su nombre.

—¿Y para cuándo quiere cambiarla?

—No quiero cambiarla. Solo quiero cancelarla.

—Tiene que reprogramarla.

—¿Qué?

—Puedo reprogramar visitas del doctor Huffbarger, no cancelarlas.

—Pero la cuestión es…

La mujer lo interrumpió, exasperada.

—Una hora existente no puede eliminarse del sistema sin introducir una hora revisada. Es la política del doctor.

Gurney sintió que sus labios se tensaban de rabia, mucha rabia.

—Me da igual su sistema y su política —dijo despacio, con frialdad—. Considere mi visita cancelada.

—Habrá un cargo por visita cancelada.

—No, no lo habrá. Y si Haffburger tiene un problema con eso, dígale que me llame.

Gurney colgó, tenso. Haberse burlado de un modo tan infantil del apellido de su neurólogo no le hizo sentir del todo bien.

Miró por la ventana del estudio al prado, sin verlo realmente.

«¿Qué demonios me pasa?»

Un pinchazo de dolor en el costado derecho le ofreció una respuesta parcial. También le recordó que iba de camino al botiquín cuando se desvió para cancelar la visita.

Volvió al cuarto de baño. No le gustó el aspecto del hombre que le devolvió la mirada desde el espejo del botiquín. Tenía arrugas de preocupación en la frente, piel descolorida, ojos apagados y cansados.

«Dios.»

Sabía que tenía que volver a su régimen de ejercicio diario, a la rutina de flexiones y abdominales que lo habían mantenido en mejor forma que a la mayoría de los hombres a los que doblaba la edad. Pero en ese momento el tipo del espejo tenía una imagen de cuarenta y ocho, cosa que no le alegraba precisamente. No estaba contento con los mensajes diarios que su cuerpo le enviaba para recordarle lo mortal que era. No estaba contento con aislarse cada vez más. No estaba contento con… nada.

Cogió el frasco de ibuprofeno del estante, echó tres de las pastillas marrones en la mano, puso mala cara y se las metió en la boca. Mientras dejaba correr el agua, esperando a que se enfriara, oyó que sonaba el teléfono en el estudio. Huffbarger, pensó. O del consultorio de Huffbarger. No hizo ningún movimiento para responder. Que se fueran al Infierno.

Entonces oyó las pisadas de Madeleine, que bajaba desde el piso de arriba. Al cabo de unos momentos, ella cogió el teléfono, justo cuando iba a conectarse su viejo contestador. Dave oyó su voz, pero no distinguió sus palabras. Llenó un vasito de plástico hasta la mitad y se tragó las tres pastillas que ya estaban empezando a disolverse en su lengua.

Supuso que Madeleine estaba ocupándose del problema de Huffbarger, lo cual le parecía bien, pero entonces oyó pisadas que cruzaban el pasillo y entraban en el dormitorio. Su mujer apareció en el umbral del cuarto de baño y extendió el teléfono hacia él.

—Para ti —dijo, pasándole el aparato y saliendo del dormitorio.

Gurney, anticipando una actitud desagradable de Huffbarger o de una de sus recepcionistas descontentas, respondió en tono cortante y a la defensiva.

—¿Sí?

Hubo un segundo de silencio antes de que la persona que había llamado hablara.

—¿David?

Aquella clara voz femenina le sonaba, aunque no lograba relacionarla con un nombre o una cara.

—Sí —dijo, de manera más agradable esta vez—. Lo siento, pero no logro situarla…

—Oh, ¿cómo es posible? ¡Estoy tan dolida, detective Gurney! —le respondió con un exagerado tono de broma. De repente el timbre de la risa y la inflexión de las palabras le trajeron a la mente a una persona: una rubia delgada, lista y cargada de energía, con acento de Queens y pómulos de modelo.

—Connie. Cielos, Connie Clarke. ¡Cuánto tiempo!

—Seis años para ser exactos.

—Seis años, madre mía. —La cifra no significaba mucho para él, no le sorprendió, pero no se le ocurrió qué otra cosa decir.

Recordó su relación con sentimientos encontrados. Connie Clarke, periodista freelance, había escrito un artículo laudatorio para una revista de Nueva York después de que él resolviera el infame caso de asesinatos en serie de Jason Strunk, solo tres años después de haber sido ascendido a detective de primer grado por resolver el caso del asesinato de Jorge Kunzman. De hecho, el artículo era demasiado laudatorio para que se sintiera cómodo con él, pues citaba su cifra récord de detenciones en casos de homicidio y se refería a él como el superpoli del Departamento de Policía de Nueva York, un sobrenombre que dio paso a decenas de variaciones jocosas creadas por sus colegas más imaginativos.

—Así pues, ¿cómo van las cosas en la tierra apacible del retiro?

Gurney percibió el tono socarrón y supuso que ella se había enterado de su participación extraoficial en los casos Mellery y Perry.

—En ocasiones más apacibles que en otras.

—¡Vaya! Sí, supongo que es una forma de decirlo. Te retiras del departamento después de veinticinco años, te instalas en los aburridos Catskills durante unos diez minutos y de repente estás en medio de un asesinato detrás de otro. Parece que tienes un gran imán para los crímenes. ¡Uf! ¿Qué opina Madeleine de eso?

—Acabas de tenerla al teléfono. Deberías habérselo preguntado a ella.

Connie se rio, como si él acabara de decir algo maravillosamente ingenioso.

—Entonces, entre casos de asesinatos, ¿cómo es tu día típico?

—No hay mucho que contar. No pasa gran cosa. Madeleine está más ocupada que yo.

—Me está costando mucho imaginarte en una estampa estilo Norman Rockwell. Dave preparando jarabe de arce. Dave haciendo sidra. Dave recogiendo huevos del corral.

—Me temo que no. Ni jarabe ni sidra ni huevos.

Lo que describía su vida en los últimos seis meses era algo muy diferente: Dave jugando a ser un héroe; Dave recibiendo un disparo; Dave recuperándose muy poco a poco; Dave sentado escuchando el pitido en el interior de sus oídos; Dave cada vez más depresivo, hostil, aislado; Dave viendo cada actividad propuesta como un asalto exasperante a su derecho a permanecer paralizado; Dave sin querer tener nada que ver con nada.

—Bueno, ¿qué vas a hacer hoy?

—Para serte absolutamente sincero, Connie, casi nada. A lo sumo daré un paseo por el borde de los campos, quizá recogeré algunas de las ramas que cayeron durante el invierno, tal vez esparza un poco de fertilizante en el jardín. Esas cosas.

—A mí no me suena mal. Conozco a gente que se cambiaría por ti ya mismo.

Dave no respondió, solo dejó que el silencio se agotara, pensando que podría forzar a Connie a que le dijera por qué le había llamado, sin más dilación. Tenía que haber un propósito. La recordaba como una mujer cordial y comunicativa, pero siempre perseguía algo. Su mente, bajo la cabellera movida por el viento, no paraba de trabajar.

—Te estás preguntando por qué te he llamado, ¿verdad? —dijo ella.

—Se me ha pasado por la cabeza.

—Te he llamado porque quiero pedirte un favor. Un favor enorme.

Gurney pensó un momento, luego se echó a reír.

—¿Cuál es el chiste? —preguntó ella, un tanto descolocada.

—Una vez me dijiste que era mejor pedir un gran favor que un pequeño favor, porque los pequeños son más fáciles de rechazar.

—¡No! No puedo creer que dijera eso. Demasiado manipulador. Es horrible. Te lo estás inventando, ¿no? —Estaba cargada de alegre indignación. Connie nunca permanecía mucho tiempo contrariada.

—Bueno, ¿qué puedo hacer por ti?

—¡Te lo has inventado! ¡Lo sabía!

—Te lo repito, ¿en qué puedo ayudarte?

—Bueno, ahora me avergüenza decirlo, pero en realidad es un favor enorme, enorme de verdad. —Hizo una pausa—. ¿Recuerdas a Kim?

—¿Tu hija?

—Mi hija que te adora.

—¿Perdón?

—No me digas que no lo sabías.

—¿De qué estás hablando?

—Oh, David, David, David, todas las mujeres te aman y tú ni siquiera te das cuenta.

—Creo que estuve en la misma habitación que tu hija una sola vez, cuando ella tenía… ¿Cuántos años tenía? ¿Quince?

Recordaba a una chica guapa pero de aspecto serio. Se acordaba de que había comido con Connie en su casa. La chica parecía acechar en la periferia de su conversación, sin apenas musitar una palabra.

—En realidad tenía diecisiete. Y, de acuerdo, a lo mejor adorar es una palabra exagerada, pero a ella le pareció que eras listo, listo de verdad, y para Kim eso significa mucho. Ahora tiene veintitrés años, y resulta que aún tiene una opinión muy elevada de Dave Gurney, el superpolicía.

—Eso es muy bonito, pero… estoy un poco perdido.

—Por supuesto, porque me estoy liando para pedirte un favor enorme. Quizá deberías sentarte, necesitaré unos minutos.

Gurney todavía estaba de pie junto al lavabo del cuarto de baño. Salió a través de la habitación y llegó al estudio. No tenía ganas de sentarse, de manera que se quedó junto a la ventana de detrás.

—Vale, Connie, me siento —dijo—. ¿Qué pasa?

—Nada malo, en realidad. Es abrumadoramente bueno. Kim tiene una oportunidad increíble. ¿Alguna vez te he dicho que estaba interesada en el periodismo?

—¿Siguiendo los pasos de su madre?

—Dios, no le digas eso o cambiará de carrera de la noche a la mañana. Creo que su mayor objetivo es ser totalmente independiente respecto a mí. Y olvídate de pasos, Kim está a punto de dar un salto colosal. Así que vamos al grano antes de que te desconectes por completo. Está terminando un doctorado de Periodismo en Siracusa. No está lejos de tu casa, ¿no?

—No es que esté en el barrio. A una hora y cuarenta y cinco, más o menos.

—Bueno, no está terriblemente lejos. No es mucho peor que mi viaje diario a la ciudad. En fin, el caso es que para su proyecto final se le ha ocurrido una idea sobre una especie de miniserie documental sobre víctimas de homicidios; bueno, en realidad, no sobre las víctimas en sí, sino sobre las familias, los hijos. Quiere observar los efectos a largo plazo de tener un padre que murió en un asesinato sin resolver…

—Sin…

—Exacto… Son casos en los que no encontraron al asesino. Así que la herida nunca se cerró. No importa cuánto tiempo pase, continúa siendo el elemento emocional más grande de sus vidas, una fuerza descomunal que lo cambia todo para siempre. La serie se llama «Los huérfanos del crimen». ¿No es genial?

—Suena muy interesante.

—¡Muy interesante! Pero no es solo eso, no es solo una idea. Está ocurriendo de verdad. Empezó como un proyecto académico, pero impresionó tanto a su director de tesis que él la ha ayudado a convertir el proyecto en una propuesta real. Incluso le pidió que atara a algunos de sus participantes con contratos de exclusividad. Luego pasó la propuesta a un conocido de Producción de RAM TV y, a ver si lo adivinas…, el tipo de RAM lo aceptó. De la noche a la mañana, ha pasado de ser un puñetero trabajo trimestral a convertirse en la clase de experiencia profesional por la que mataría gente con veinte años en el oficio. Ahora mismo, RAM es lo más.

Gurney tuvo ganas de decirle que RAM TV era la máxima responsable de convertir un programa de noticias tradicional en un carnaval ruidoso, llamativo, hueco, perniciosamente dogmático y alarmista, pero se contuvo.

—Así que ahora te estarás preguntando qué tiene que ver todo esto con mi detective favorito —continuó Connie con excitación.

—Estoy esperando.

—Un par de cosas. Primero, necesito que le guardes las espaldas.

—¿Qué significa eso?

—Solo que te reúnas con ella, que captes la idea de lo que está haciendo, que veas si refleja el mundo de las víctimas de homicidio como tú lo conoces. Es una oportunidad única. Si no comete demasiados errores, no tendrá techo.

—Hum.

—¿Ese pequeño gruñido significa que lo harás? ¿Lo harás, David, por favor?

—Connie, no sé absolutamente nada de periodismo. —De hecho, lo que sabía le daba bastante asco, pero otra vez se mordió la lengua.

—Ella se ocupa de la parte periodística. Y es tan lista como la que más. Pero sigue siendo una niña.

—Así pues, ¿qué aporto yo? ¿Vejez?

—Realidad. Conocimiento. Experiencia. Perspectiva. La increíble prudencia que procede de… ¿cuántos casos de homicidios?

Dave no creyó que fuera una pregunta real, de modo que no trató de responderla.

Connie continuó con más intensidad todavía.

—Kim está supercapacitada, pero el talento no es lo mismo que la experiencia vital. Va a entrevistar a personas que han perdido a un padre o a otro ser querido a manos de un asesino. Necesita estar mentalizada de un modo realista para hacerlo. Precisa una visión amplia del problema, no sé si me explico. Supongo que lo que te estoy diciendo es que hay tanto en juego que Kim necesita saber lo más posible.

Gurney suspiró.

—Dios sabe que hay una tonelada de material sobre el duelo, la muerte, la pérdida de un ser querido…

—Sí, sí, lo sé —lo interrumpió ella—, las fases del duelo de la psicología barata, las cinco etapas y chorradas por el estilo. No es eso lo que necesita. Necesita hablar con alguien que sepa de asesinatos, que haya visto a las víctimas, que haya hablado con las familias, que las haya mirado a los ojos, el horror… Alguien que sepa de verdad, no alguien que haya escrito un libro.

Hubo un largo silencio entre ellos.

—Entonces, ¿lo harás? Solo reúnete con ella una vez, mira un poco lo que tiene y adónde quiere llegar. A ver si tiene sentido para ti.

Al mirar por la ventana del estudio hacia el prado, la idea de reunirse con la hija de Connie para revisar su billete de entrada en el mundo de la televisión basura le pareció una de las perspectivas menos atractivas del mundo.

—Has dicho que había un par de cosas, Connie. ¿Cuál es la segunda?

—Bueno… —Su voz se debilitó—. Podría haber un problema con un exnovio.

—¿Qué clase de problema?

—Esa es la cuestión. A Kim le gusta parecer invulnerable, ¿sabes? Como que no le tiene miedo a nada ni a nadie.

—Pero…

—Pero como mínimo este capullo le está gastando bromas muy pesadas.

—¿Como qué?

—Como entrar en su apartamento y moverle las cosas de sitio. Hubo algo que ella empezó a contarme sobre un cuchillo que desapareció y luego volvió a aparecer, pero cuando intenté que me contará más no lo hizo.

—Entonces, ¿por qué crees que lo sacó a colación?

—Quizá busca ayuda, y al mismo tiempo no la quiere. No sé, no logra decidirse al respecto.

—¿El capullo tiene un nombre?

—Su nombre verdadero es Robert Meese. Se hace llamar Robert Montague.

—¿Esto está relacionado de algún modo con su proyecto de televisión?

—No lo sé. Solo tengo la sensación de que la situación es peor de lo que ella está dispuesta a reconocer. O al menos a reconocérmelo a mí. Así que…, por favor, David… Por favor, no sé a quién más pedírselo.

Cuando Gurney no respondió, ella continuó.

—A lo mejor estoy reaccionando exageradamente. Puede que me esté imaginando cosas. Quizá no haya ningún problema. Pero aunque no lo haya, sería genial que pudiera contarte su proyecto, hablarte de estas víctimas de homicidio y de sus familias. Significa mucho para ella. Es la oportunidad de su vida. Está muy decidida, muy segura.

—Te tiembla la voz.

—Ya lo sé. Estoy… preocupada.

—¿Por el proyecto o por su exnovio?

—Puede que por las dos cosas. No sé… Por un lado, es fantástico, ¿no? Pero me rompe el corazón pensar que podría sentirse tan decidida, tan segura y tan independiente que de alguna manera pueda perder pie sin contármelo, sin dejar que la ayude. Dios, David, tú también tienes un hijo, ¿no? ¿Sabes lo que siento?

Diez minutos después de colgar, Gurney todavía estaba de pie junto al ventanal del estudio orientado al norte, tratando de dar sentido al extraño tono disperso de Connie, preguntándose por qué había accedido a hablar con Kim y por qué todo aquello le hacía sentir tan incómodo.

Sospechaba que tenía algo que ver con su último comentario sobre su hijo. Esa era siempre una zona sensible, por razones a las que no quería darle vueltas en ese momento.

Sonó el teléfono y le sorprendió descubrir que aún lo sostenía distraídamente en la mano, que se había olvidado de colgar. Pensó que esta vez sí sería Huffbarger, que llamaba para defender su absurda política de cancelaciones. Se sintió tentado de dejarlo sonar, de esperar a que se conectara el contestador, de hacer esperar a aquel tipo. Sin embargo, también quería terminar con aquello, quitárselo de la cabeza. Pulsó el botón de hablar.

—Dave Gurney.

Una joven voz femenina, clara y brillante, dijo:

—Dave, ¡no sabes cuánto te lo agradezco! Connie acaba de llamarme y me ha dicho que estás dispuesto a hablar conmigo.

Por un segundo, se quedó desconcertado. Siempre le sorprendía que alguien se refiriera a su padre o a su madre por el nombre de pila.

—¿Kim?

—¡Por supuesto! ¿Quién creías que era?

Cuando no respondió, ella continuó a toda velocidad.

—Bueno, te diré por qué la situación es tan genial. Voy de camino a Siracusa, desde Nueva York. Ahora mismo estoy en el cruce de la ruta 17 con la I-81, lo que significa que puedo cruzar la I-88 y estar en Walnut Crossing dentro de unos treinta y cinco minutos. ¿Te parece bien? Ya sé que te aviso sin nada de tiempo, pero ¡es una casualidad! ¡Y me muero de ganas de volver a verte!

3. El impacto del asesinato

Las rutas 17, 81 y 88 convergían en el barrio de Binghampton, que estaba a más de una hora de Walnut Crossing. Gurney se preguntó si el cálculo optimista de Kim había surgido de una falta de información o de un exceso de entusiasmo, pero esa era la menor de sus preocupaciones cuando vio el pequeño Miata rojo que subía por el sendero del prado hasta la casa.

Abrió la puerta lateral y salió al trozo de hierba y gravilla donde tenía aparcado su Outback. El Miata se detuvo al lado. Una mujer joven que llevaba un maletín fino y que vestía con vaqueros, camiseta y un elegante bléiser con las mangas subidas bajó del vehículo.

—¿Me habrías reconocido si no te hubiera dicho que venía? —preguntó ella con una amplia sonrisa.

—Quizá si hubiera tenido tiempo de estudiar tu cara —respondió él, examinando su rostro, enmarcado en un cabello castaño brillante, que llevaba peinado con una raya al medio no muy bien definida—. Es la misma cara, pero más radiante y feliz que el día que comí con tu madre y contigo.

Kim frunció el ceño un momento, en gesto reflexivo, y luego rio.

—No fue solo ese día, fueron esos años. Decididamente no era muy feliz entonces. Tardé mucho en darme cuenta de qué quería hacer con mi vida.

—Parece que lo has averiguado más deprisa que mucha gente.

Ella se encogió de hombros mirando hacia los campos y el bosque.

—Esto es hermoso. Tiene que encantarte vivir aquí. El aire parece muy limpio y fresco.

—Quizá demasiado fresco para ser el primer día de primavera.

—Es verdad… Tengo tantas cosas en la cabeza que no me acuerdo de nada. Es el primer día de la primavera. ¿Cómo he podido olvidar eso?

—Es fácil —dijo—. Pasa, se está más a gusto en la casa.

Media hora después, Kim y Dave estaban sentados a la pequeña mesa de desayuno de pino, en el rincón de la puerta cristalera. Se estaban terminando las tortitas, el pan tostado y el café que Madeleine había insistido en preparar al enterarse de que Kim había conducido tres horas sin comer nada. Ya había terminado y estaba limpiando la cocina. Kim le estaba contando a Dave su historia desde el principio, la historia que había detrás de su visita.

—Es una idea que he tenido durante años: examinar el horror del crimen centrándome en el impacto que produce en la familia de la víctima; es solo que nunca había sabido cómo hacerlo. En ocasiones no pensaba en ello durante un tiempo, pero siempre regresaba con más fuerza. Me obsesioné, tenía que hacer algo al respecto. Al principio pensé que podría ser un trabajo académico, tal vez una monografía de sociología o psicología. Envié cartas de propuesta a un montón de editoriales universitarias, pero ni siquiera tenía una licenciatura, así que no se interesaron en mí. Luego pensé en escribir un libro normal de no ficción, pero para un libro necesitas un agente, y eso significa más cartas de propuesta. ¿Y el resultado? Nulo interés. A los veintiuno o veintidós años, ¿quién demonios soy? ¿Qué he escrito antes? ¿Cuáles son mis credenciales? Básicamente soy una cría. Lo único que tengo es una idea. Hasta que al final lo entendí. Bah. Esto no es un libro, ¡esto es televisión! A partir de ese momento, las cosas empezaron a encajar. Lo vi como una serie de entrevistas íntimas: telerrealidad en el mejor sentido del término, aunque me doy cuenta de que suena bastante cutre hoy en día, pero no tiene por qué ser así, ¡no si se hace con una verdad emotiva!

Se detuvo, como si de repente la afectaran sus propias palabras, esbozó una sonrisa avergonzada, se aclaró la garganta y continuó:

—Bueno, la cuestión es que lo reuní todo en un resumen detallado y se lo entregué al doctor Wilson, el director de mi tesis doctoral. Él me dijo que era una gran idea, que tenía mucho potencial. Me ayudó a presentarlo en un formato de propuesta comercial, se ocupó de las cuestiones legales para darme cierta protección en el mundo real y luego hizo algo que dijo que nunca había hecho: se lo pasó a un ejecutivo de producción de RAM TV al que conoce personalmente, un tipo llamado Rudy Getz. Y Getz contactó con nosotros al cabo de una semana y nos dijo: «Muy bien, hagámoslo».

—¿Así de sencillo? —preguntó Gurney.

—A mí también me sorprendió, pero Getz dijo que es así como funciona RAM. Yo no voy a ponerlo en duda. El hecho de poder hacer realidad esta idea, de poder explorar este tema… —Negó con la cabeza, como si tratara de protegerse de una emoción volátil.

Madeleine se acercó a la mesa, se sentó y dijo lo que Gurney estaba pensando:

—Esto es importante para ti, ¿no? Me refiero a que es realmente importante, algo que va más allá de un gran impulso en la carrera.

—¡Oh, Dios, sí!

Madeleine sonrió con dulzura.

—¿Y el corazón de la idea…, la parte que te importa tanto…?

—Las familias, los niños… —Una vez más Kim se detuvo durante un par de segundos, evidentemente superada por alguna imagen que su propio discurso estaba evocando.

Apartó la silla, se levantó y rodeó la mesa para acercarse a la puerta cristalera que daba al patio, al jardín, al prado, al bosque que se extendía al fondo.

—Sé que suena un poco estúpido, no puedo explicarlo —dijo, dándoles la espalda—, pero me resulta más fácil hablar de esto de pie.

Se aclaró la garganta dos veces antes de retomar su discurso con un tono de voz apenas audible:

—Creo que el asesinato lo cambia todo para siempre. Roba algo que nunca puede ser reemplazado. Tiene consecuencias que van más allá de lo que le ocurre a la víctima. La víctima pierde la vida, lo cual es terrible e injusto, pero para él ha terminado, es el final. Ha perdido todo lo que podría haber sido, pero no lo sabe. No continúa sintiendo la pérdida, imaginando qué podría haber pasado.

Levantó las manos y apoyó las palmas en el cristal de la puerta que tenía delante, en un gesto que expresaba al mismo tiempo un gran sentimiento y un gran control. Continuó en voz un poco más alta:

—No es la víctima la que se despierta en una cama medio vacía, en una casa medio vacía. No es quien sueña que sigue vivo, solo para despertarse con el dolor de darse cuenta de que no lo está. Ella no siente la rabia horrible, el sufrimiento que causa su muerte. Ella no sigue viendo la silla vacía junto a la mesa, quien continúa oyendo sonidos que suenan como su voz. No sigue viendo el armario con su ropa… —La voz de Kim se estaba haciendo más ronca. Se aclaró la garganta—. No siente el sufrimiento, el sufrimiento de que te hayan arrancado el corazón.

Se inclinó contra el cristal durante varios segundos, luego se separó lentamente y se volvió hacia la mesa con la cara llena de lágrimas.

—¿Conocéis el dolor fantasma? ¿El fenómeno de la amputación? ¿Sentir el dolor en el lugar donde había estado tu brazo o tu pierna? Así es el asesinato para la familia que queda atrás. Como el dolor de un miembro fantasma, un dolor insufrible en un espacio vacío.

Kim se quedó completamente quieta durante un momento, como si estuviera buscando algo en su interior. Luego se limpió un poco la cara con las manos y emergió detrás de ellos con una determinación genuina en la mirada y en la voz:

—Para comprender qué es de verdad el asesinato, hay que hablar con las familias. Esa es mi teoría, es mi proyecto, mi plan. Y eso es lo que ha entusiasmado a Rudy Getz. —Respiró profundamente y exhaló muy despacio—. Si no es mucho pedir, ¿puedo tomar otra taza de café?

—Creo que podemos ocuparnos de eso. —Madeleine dibujó una sonrisa agradable, fue a la isleta de la cocina y rellenó la cafetera.

Gurney estaba recostado en su silla, con las manos colocadas reflexivamente bajo la barbilla. Permanecieron en silencio unos momentos. La cafetera emitió sus clásicos sonidos iniciales de borboteo.

Kim miró a su alrededor, a aquella cocina tan grande.

—Esto es muy bonito —dijo—. Muy hogareño, cálido. Perfecto, en realidad. Parece la casa de campo con la que todo el mundo sueña.

Después de que Madeleine llevara el café de Kim a la mesa, Gurney fue el primero en hablar:

—Está claro que sientes mucha pasión por este tema, que significa mucho para ti. Ojalá tuviera tan claro cómo puedo ayudarte.

—¿Qué te pidió Connie que hicieras?

—Guardarte las espaldas. Creo que fue una de las frases que usó.

—¿No mencionó… otros problemas?

A Gurney le sonó como un intento infantilmente transparente de hacer que la pregunta sonara fortuita.

—¿Tu exnovio cuenta como un problema?

—¿Habló de Robby?

—¿Mencionó a un tal Robert Meese… o Montague?

—Meese. Lo de Montague es… —Su voz se fue apagando, al tiempo que negaba con la cabeza—. Connie cree que necesito protección. No es así. Robby es patético y extremadamente molesto, pero puedo ocuparme de eso.

—¿Está relacionado con tu proyecto de televisión?

—Ya no. ¿Por qué lo preguntas?

—Simple curiosidad.

«¿Curiosidad sobre qué? ¿En qué demonios me estoy metiendo? ¿Por qué me molesto en sentarme aquí y escuchar a una recién graduada que se exalta con el problema de un novio chiflado, que expone sus ideas sentimentales sobre el asesinato y que habla acerca de su gran oportunidad para alcanzar la gloria en la cadena de televisión por cable más deplorable del país? Ya es hora de salir de las arenas movedizas.»

Kim lo estaba mirando como si, al igual que Madeleine, pudiera leerle la mente.

—No es tan complicado. Y como has sido tan generoso como para ofrecerme ayuda, debería ser más comunicativa.

—Siempre volvemos a esa parte en que tengo que ayudarte, pero no veo…

Madeleine, que estaba escurriendo una esponja en el fregadero después de lavar los platos del desayuno, lo interrumpió con suavidad.

—¿Por qué no escuchamos lo que Kim tiene que contar?

Gurney asintió con la cabeza.

—Buena idea.

—Conocí a Robby en el club de teatro hace poco menos de un año. Era de lejos el tío más guapo del campus. Un Johnny Depp de veintidós años. Hace unos seis meses nos fuimos a vivir juntos. Durante un tiempo me sentí la persona más afortunada del mundo. Cuando me sumergí por completo en el proyecto, él pareció apoyarme. De hecho, cuando elegí a las familias que quería empezar a entrevistar quiso acompañarme, vino conmigo, formó parte de todo. Y entonces…, entonces fue cuando… el monstruo emergió.

Hizo una pausa y tomó un sorbo del café antes de continuar:

—Cuando Robby se implicó más, empezó a tomar el control. Ya no me estaba apoyando con mi proyecto, se convirtió en «nuestro» proyecto, y luego empezó a actuar como si fuera «su» proyecto. Después de reunirnos con una de las familias les dio su tarjeta de visita, les dijo que podían ponerse en contacto con él en cualquier momento. De hecho, fue entonces cuando empezó con esa ridiculez del Montague, cuando hizo imprimir esas tarjetas: «Robert Montague. Consultoría de producciones documentales y creativas».

Gurney parecía escéptico.

—¿Estaba tratando de apartarte, de quedarse con tu proyecto?

—Era más enfermizo que eso. Robby Meese parece un dios, pero procede de un hogar destrozado donde ocurrieron cosas siniestras. Se pasó la mayor parte de su infancia en casas de acogida, todas igual de complicadas. En lo más hondo, es la persona más patéticamente insegura del mundo. Robby estaba desesperado por impresionar a algunas de las familias con las que estuvimos hablando para concertar entrevistas oficiales. Creo que habría hecho cualquier cosa para obtener su aprobación, cualquier cosa para que lo aceptaran, para conseguir gustarles. Fue un poco desagradable.

—¿Qué hiciste al respecto?

—Al principio no sabía qué hacer. Luego me decidí, cuando descubrí que había estado hablando por su cuenta con uno de los miembros clave de la familia, un tipo que me interesaba de verdad. Cuando hablé con Robby de esto, todo saltó por los aires, nos peleamos a gritos. Fue entonces cuando lo eché de nuestro apartamento, de mi apartamento. Y conseguí que el abogado de Connie escribiera una encantadora carta amenazadora, para mantenerlo alejado del proyecto, de mi proyecto.

—¿Cómo se lo tomó?

—Al principio fue amable, excesivamente amable. Lo mandé al cuerno. Luego empezó a decirme que remover viejos casos de homicidio podía ser arriesgado, que debería tener cuidado, que quizá no sabía dónde me estaba metiendo. Me llamaba a altas horas de la noche, me dejaba mensajes en el contestador para decirme que me iba a proteger y que muchas personas con las que estaba tratando (incluido mi director de tesis) no eran lo que aparentaban.

Gurney se sentó un poco más recto en su silla.

—¿Qué pasó después?

—¿Después? Le dije que si no me dejaba en paz pediría una orden de alejamiento y que haría que lo detuvieran por acoso.

—¿Eso tuvo algún efecto?

—Depende de lo que quieras decir. Se acabaron las llamadas, pero empezaron a ocurrir cosas raras.

Madeleine dejó lo que estaba haciendo en el fregadero y se acercó a la mesa.

—Parece que esto se está poniendo intenso. ¿Os importa que me una a vosotros?

—No hay problema —dijo Kim.

Madeleine se sentó.

—Empezaron a desaparecer cuchillos de cocina —continuó la chica—. Un día, al volver de clase, no encontré a mi gato. Al final oí un maullido apagado: estaba en uno de los armarios, con la puerta cerrada. Era un armario que nunca usaba. Y hubo un día en que me quedé dormida porque habían cambiado la hora del reloj de mi alarma.

—Muy molesto, pero bastante inofensivo —intervino Gurney. La expresión en el rostro de Madeleine sugería que no estaba para nada de acuerdo con él, así que añadió—: No quiero menospreciar el impacto emocional que pueden tener las bromas pesadas. Solo estoy pensando en los grados de acoso enjuiciables desde un punto de vista legal.

Kim asintió.

—Exacto. Bueno, las bromas se hicieron más pesadas. Una noche en que llegué tarde a casa me encontré una gota de sangre del tamaño de una moneda de diez centavos en el suelo del cuarto de baño. Y al lado estaba uno de mis cuchillos de cocina desaparecidos.

—Dios mío —exclamó Madeleine.

—Al cabo de unas cuantas noches, empecé a oír sonidos estremecedores. Algo me despertaba, pero no estaba segura de qué era. Entonces oía una tabla que crujía, luego nada, más tarde algo que sonaba como una respiración, después nada.

Madeleine estaba horrorizada.

—¿Estás hablando de un apartamento? —preguntó Gurney.

—Es una casa pequeña, dividida en un apartamento arriba y otro abajo, además de un sótano. Hay un montón de casas horribles como esa fuera del campus, divididas en apartamentos baratos para estudiantes. Ahora mismo soy la única inquilina.

—¿Estás sola allí? —preguntó Madeleine, con los ojos muy abiertos—. Eres mucho más valiente que yo. Yo me habría ido de ahí más deprisa que…

Hubo un destello de rabia en los ojos de Kim.

—¡No voy a huir de ese capullo!

—¿Has denunciado esos incidentes ante la policía?

Kim soltó una risita amarga.

—Claro. La sangre, el cuchillo, los sonidos de la noche. Los policías vienen a casa, echan un vistazo y verifican las ventanas con cara de estar mortalmente aburridos. Cuando llamo y les digo mi nombre y mi dirección, me los imagino poniendo los ojos en blanco. Está muy claro que creen que soy una paranoica y un incordio, que busco atención: la zorrita loca que exagera sus problemas con su novio.

—Supongo que has cambiado la cerradura —dijo Gurney con suavidad.

—Dos veces. Ninguna diferencia.

—¿Crees que Robby Meese es responsable de toda esta… intimidación?

—No lo creo. Lo sé.

—¿Qué te hace estar tan segura?

—Si hubieras oído su voz, las llamadas que me hizo después de que lo echara… O si vieras la expresión de su cara cuando nos cruzamos en el campus… Entonces lo sabrías. Era la misma extrañeza. No sé cómo explicarlo, pero lo que ha estado pasando es tan terrorífico como el propio Robby.

En el silencio que siguió, Kim sujetó la taza de café entre sus manos, con fuerza. A Gurney le recordó la manera en que antes había estado de pie junto a la puerta, con las palmas apretadas en el cristal. Emoción y control.

Pensó en la idea del programa, en la inclinación de aquella chica hacia el dolor generado por el asesinato. Había verdad en lo que decía. En algunos casos, la herida infligida por un asesino abre un boquete en toda una familia; deja desolados al cónyuge, a los hijos, a los padres… Llena sus vidas de tristeza y de rabia.

En otros casos, en cambio, había poco dolor, apenas emoción. Gurney había visto demasiados de esos casos. Hombres que vivían vidas horribles y morían muertes espantosas: traficantes de droga, macarras, criminales profesionales, bandas de adolescentes que jugaban a videojuegos con pistolas reales. La devastación humana era imponente. En ocasiones Gurney tenía un sueño, siempre el mismo, con una imagen de campos de concentración. Una excavadora empujaba cadáveres esqueléticos hasta una amplia zanja. Los empujaba como maniquíes, como escombros.

Miró a esa joven de expresión intensa y ojos oscuros, que todavía se aferraba a su taza caliente, que se inclinaba hacia ella. Su cabello brillante le ocultaba la mayor parte del rostro.

Luego miró a Madeleine con expresión inquisitiva.

Su mujer se encogió ligeramente de hombros, con un atisbo de sonrisa. Gurney sintió aquel gesto como un empujoncito.

Miró a Kim de nuevo.

—Muy bien. Volvamos a la cuestión básica: ¿cómo puedo ayudarte?

4. Al corazón de lo deprimente

Kim quiso que Gurney la siguiera hasta su apartamento de Siracusa, donde guardaba todo lo relacionado con su proyecto. De esa manera, él podría verlo de primera mano: la correspondencia que había mantenido con gente a la que podía entrevistar, las dos entrevistas iniciales que había realizado y que había presentado como parte de su propuesta, sus planes para entrevistas futuras, su contrato con Rudy Getz en RAM TV, el esquema general y la copia promocional que estaba preparando para la serie. Podría verlo todo, formarse una idea, decirle lo que le parecía auténtico y lo que no.

Gurney tenía tan pocas ganas de conducir hasta Siracusa como las que había tenido de realizar cualquier otra actividad en los últimos meses. No obstante, le pareció la manera más rápida de librarse de cualquier obligación que sintiera hacia Connie Clarke. Iría, miraría, comentaría. Deber cumplido. «Enorme favor» hecho. Luego volvería a su cueva.

Según los mapas que había mirado en Google y que había imprimido por si se separaban, el recorrido era de una hora y cuarenta y nueve minutos desde Walnut Crossing; pero casi no había tráfico en las dos carreteras interestatales que componían la mayor parte del trayecto, y el pequeño Miata que llevaba delante rara vez descendía a una velocidad cercana al límite.

De haber estado de mejor humor, habría disfrutado del trayecto, que le llevaba a través de un paisaje ondulado de bosques y praderas, rápidos arroyos, campos agrícolas con tierra negra recién arada para la siembra de primavera, los emblemáticos silos y graneros rojos. Sin embargo, dado su estado de ánimo, esos paisajes bucólicos se reducían a una extensión húmeda, fangosa: un páramo que simbolizaba el mal tiempo y la decadencia de la agricultura.

Lo primero que vio en los alrededores de Siracusa reforzó sus pensamientos funestos. Recordó haber leído en algún sitio que la ciudad se alzaba a los pies del lago Onondaga, cuya fama surgía de haber sido uno de los lagos más contaminados de Estados Unidos: una masa de agua en torno a la cual a pocas personas sensatas les gustaría vivir, navegar o pescar. Eso hizo aflorar un recuerdo de su infancia en el Bronx, un recuerdo de Eastchester Bay y su turbio canal de navegación, constantemente removido por barcazas y remolcadores. La bahía era una extensión aceitosa del estrecho de Long Island, donde no parecía que viviera nada salvo algas sucias y horribles cangrejos marrones (bichos blindados, incomibles, primigenios, escurridizos); de solo pensarlo todavía se le erizaba el vello de los brazos.

Gurney siguió el Miata de Kim cuando este se desvió de la interestatal hacia un barrio que tenía un aspecto decadente y donde al parecer no existía ninguna ordenanza urbanística. Pasó por delante de una secuencia caprichosa de pequeñas viviendas unifamiliares, espaciosas casas antiguas ahora fracturadas en diversos apartamentos, tiendas abiertas las veinticuatro horas venidas a menos, edificios comerciales deprimentes y espacios abiertos desolados rodeados de vallas de tela metálica.

A la altura de un puesto de comida para llevar —Onondaga Princes of Pizza—, el Miata giró en una pequeña calle lateral. Se detuvo frente a una casa como la de Archie Bunker. Estaba separada por estrechos senderos que conducían a residencias idénticas a cada lado. Un trozo de terreno desigual delante —no mucho más grande que una tumba doble— parecía necesitar con urgencia que alguien le pusiera flores o plantara hierba. Gurney aparcó detrás de Kim y observó mientras ella salía del pequeño vehículo, lo cerraba y verificaba las dos puertas. La joven levantó la cabeza y miró al sendero que llevaba hacia la casa. A Gurney le pareció que lo hacía con recelo. Cuando se acercó, Kim le ofreció una sonrisa nerviosa.

—¿Pasa algo? —preguntó él.

—No, parece… que está todo en orden.

La chica subió los tres escalones que conducían a la puerta principal, que no estaba cerrada con llave. Daba acceso a un vestíbulo pequeño con dos puertas más. La de la derecha tenía dos cerraduras de buen aspecto, que Kim abrió con sendas llaves. Antes de girar el pomo, le dio un par de tirones fuertes.

Daba a un pasillo. Ella le hizo pasar a la primera habitación de la derecha, una pequeña sala de estar amueblada en IKEA con lo esencial: un sofá cama, una mesita de café, dos sillones bajos de madera con cojines sueltos, dos lámparas de pie minimalistas, una estantería, un archivador metálico de dos cajones y una mesa que se utilizaba como escritorio con una silla de respaldo recto detrás de ella. El suelo estaba cubierto por una alfombra de tono terroso.

Gurney sonrió con curiosidad.

—¿Qué es lo que has hecho con el pomo de la puerta?

—Un par de veces se me quedó en la mano.

—¿Quieres decir que lo aflojaron a propósito?

—Oh, sí, lo aflojaron a propósito. Dos veces. La primera vez, la policía echó un vistazo, pero dijeron que debía de ser una broma que alguien me había gastado. La segunda vez, ni siquiera se molestaron en enviar a nadie. Al policía que contestó al teléfono le pareció divertido.

—A mí no me suena divertido.

—Gracias.

—Sé que ya te lo he preguntado, pero…

—La respuesta es sí, estoy segura de que es Robby. Y no, no tengo ninguna prueba. Pero ¿quién más podría ser?

Sonó el timbre: un complejo tono musical.

—Oh, vaya. Fue idea de mi madre. Me lo regaló cuando me mudé aquí. No le gustaba nada el timbre que había antes. Un segundo. —Kim salió de la habitación hacia la puerta de la calle.

Regresó al cabo de un minuto con una caja grande de pizza y dos latas de Coca-Cola light.

—Buena sincronización. Las he pedido desde el móvil de camino aquí. Pensé que íbamos a necesitar algo de comer. ¿Te parece bien la pizza?

—La pizza está bien.

Kim puso la caja sobre la mesita de café, la abrió y arrastró uno de los sillones ligeros hacia la mesa. Gurney se sentó en el sofá.

—Está bien —dijo la chica, después de que cada uno se comiera una porción de pizza y bebiera un trago de refresco—. ¿Por dónde quieres empezar?

—Tuviste esta idea de hablar con las familias de las víctimas de asesinato, así que supongo que lo primero que tuviste que hacer fue averiguar qué asesinatos escoger.

—Exacto. —Ella lo estaba mirando fijamente.

—No hay escasez de casos de homicidio. Aunque te limites al estado de Nueva York y a un solo año, tendrías cientos para elegir.

—Exacto.

Gurney se inclinó hacia delante.

—Pues dime, ¿cómo elegiste? ¿Cuáles fueron los criterios?

—Los criterios fueron cambiando. Al principio, quería todos los tipos de víctimas, todos los tipos de homicidios, todos los tipos de familias, diferentes orígenes raciales y étnicos, diferentes periodos entre el tiempo en que se cometió el delito y el presente. ¡Variedad total! Pero el doctor Wilson no dejaba de decirme: «Simplifica, simplifica. Reduce las variables —me decía—, busca un gancho, algo que sea fácil de entender para el espectador. Cuanto más cierras el foco, más nítida es la imagen». Después de que me lo dijera al menos una docena de veces, lo entendí. Todo empezó a conectar, a encajar. Y después de eso, fue como: ¡claro! ¡Eso es! ¡Ya sé exactamente lo que voy a hacer!

Al escucharla, Gurney se sintió extrañamente conmovido por su entusiasmo.

—Entonces, ¿cuáles fueron los criterios finales?

—Hice casi todo lo que dijo Wilson: reducir las variables; cerrar el foco; encontrar un gancho. Una vez que empecé a pensar de esa manera, la respuesta simplemente se materializó. Vi que podía centrar todo el proyecto en las víctimas del Buen Pastor.

—¿El hombre que disparaba a conductores de Mercedes, ese caso de hace ocho o nueve años?

—Diez. Hace justo diez años. Todos sus crímenes ocurrieron en la primavera del año 2000.

Gurney se recostó en el sofá, asintiendo con la cabeza, pensativo, recordando la infausta serie de seis asesinatos que logró que la mitad de la población del noreste tuviera miedo de conducir por la noche.

—Muy interesante. Así que la naturaleza del suceso desencadenante es la misma en los seis casos, el tiempo transcurrido desde el crimen hasta el presente es el mismo, el mismo asesino, el mismo nivel de atención investigadora.

—¡Exacto! Y el mismo fracaso en llevar al asesino ante la justicia: la misma falta de cierre, la misma herida abierta. Esto hace que el caso del Buen Pastor sea una herramienta perfecta para examinar cómo diferentes familias reaccionan a lo largo del tiempo a la misma catástrofe, la forma en que conviven con la pérdida, el modo en que se enfrentan a la injusticia, las consecuencias para ellos, especialmente en el caso de los hijos. Resultados diferentes para una misma tragedia.

Kim se levantó y se dirigió al archivador que estaba situado junto a la mesa-escritorio. Sacó una carpeta azul brillante y se la entregó a Gurney. En la tapa había una etiqueta en negrita que decía: «Los huérfanos del crimen, propuesta de documental de Kim Corazon».

Tal vez porque se dio cuenta de que la mirada de Gurney se fijaba en el Corazon, Kim dijo: —¿Creías que me apellidaba Clarke?

Gurney volvió a pensar en el momento en que Connie lo entrevistó para el artículo de la revista de Nueva York.

—Creo que Clarke fue el único apellido que oí mencionar.

—Clarke es el apellido de soltera de Connie. Lo recuperó cuando se divorció de mi padre, cuando yo era todavía una niña. El apellido de mi padre era…, es… Corazon. Y el mío también.

Parecía haber un resentimiento evidente bajo sus palabras. Se preguntó si esa era la causa de que evitara referirse a Connie como «mamá» o «mi madre».

Gurney no tenía ganas de hurgar en esa herida. Abrió la carpeta y vio que contenía un documento grueso, de más de cincuenta páginas. La portada repetía el título. En la segunda página estaba el índice: concepto; descripción del documental; estilo y metodología; criterios de selección de casos; víctimas de homicidio del Buen Pastor y circunstancias; entrevistados potenciales; resúmenes de contactos y estado; transcripciones de las entrevistas iniciales; EBPMDI (apéndice).

Repasó una vez más el índice, más despacio.

—¿Tú has escrito esto? ¿Lo has organizado de esta manera?

—Sí. ¿Hay algún problema?

—No, en absoluto.

—Entonces, ¿qué pasa?

—Antes mostraste mucha pasión al hablar de todo esto. La organización muestra una buena dosis de lógica.

Lo que estaba pensando era que la pasión de Kim le recordaba a Madeleine, y su lógica le recordaba a sí mismo.

—Esto parece algo que yo podría haber escrito.

La chica le dirigió una mirada maliciosa.

—Supongo que eso es un cumplido.

Gurney rio ruidosamente por primera vez ese día, tal vez por primera vez ese mes. Después de una pausa, volvió a mirar el último elemento del índice.

—Supongo que EBP significa «El Buen Pastor». ¿Qué significa MDI?

—Oh, eso era el titular de la explicación de veinte páginas que envió a los medios y la policía: «memorando de intenciones».

Gurney asintió.

—Ahora lo recuerdo. Los medios empezaron a llamarlo «un manifiesto», la misma etiqueta que le pusieron al documento de Unabomber cinco años antes.

Esta vez fue Kim la que asintió.

—Y eso nos lleva a una de las preguntas que quería hacerte, sobre toda la cuestión de los asesinatos en serie. Me parece confuso. A ver, Unabomber y el Buen Pastor no parecen tener mucho en común con Jeffrey Dahmer y Ted Bundy, o con esos monstruos a los que detuviste, como Peter Piggert o Satanic Santa, que enviaba trozos de sus víctimas a los policías locales. Uf. Esa clase de comportamiento ni siquiera es humano. —Un visible temblor le recorrió el cuerpo. Se frotó los brazos con energía para entrar en calor.

Procedente de algún lugar del cielo gris de Siracusa, Gurney oyó el ruido característico del rotor de un helicóptero, cada vez más alto, luego más tenue y, por último, disolviéndose en el silencio.

—Algunos sociólogos se enfadarían conmigo por esto —dijo Gurney—, pero todo el concepto de asesino en serie, como mucha de la terminología del campo, tiene fronteras difusas. A veces creo que estos «científicos» son solo un puñado de gente autoconsagrada a la que le encanta poner etiquetas, y resulta que han logrado formar un club que da mucho dinero. Llevan a cabo investigaciones cuestionables, agrupan conductas o características similares en un «síndrome», le ponen un nombre que suene científico y luego ofrecen cursos de doctorado para que cabezas huecas que piensan como ellos memoricen las etiquetas, pasen un examen y se unan al club.

La chica lo miró con cierta sorpresa.

Consciente de que estaba quedando como un cascarrabias, y que eso probablemente tenía tanto que ver con su mal humor como con el estado de la criminología, cambió de rumbo.

—La respuesta corta a tu pregunta es que, desde el punto de vista del motivo aparente, no parece haber mucho en común entre un caníbal que se excitaba con el poder y el control, y un tipo que asegura estar corrigiendo males sociales. Pero podría haber una conexión mayor de la que crees.

Kim tenía los ojos como platos.

—¿Te refieres a que los dos matan gente? ¿Crees que solo se trata de eso y que no importa el aspecto superficial del motivo?

A Gurney le sorprendió su energía, su intensidad. Le hizo sonreír.

—Unabomber dijo que estaba tratando de eliminar los efectos destructivos de la tecnología en el mundo. El Buen Pastor, si no recuerdo mal, dijo que estaba tratando de acabar con los efectos destructivos de la codicia. Y, aun así, a pesar de la aparente inteligencia en sus declaraciones escritas, ambos eligieron una ruta contraproducente para sus objetivos declarados. Matar gente nunca podía hacerles lograr lo que decían que querían conseguir. Solo hay una forma de que esa ruta tenga sentido.

En la cabeza de Kim las ideas parecían agolparse de un modo casi visible.

—Te refieres a que la ruta era realmente el objetivo.

—Exacto. Solemos verlo al revés: el medio y el fin. Las acciones de Unabomber y el Buen Pastor tienen perfecto sentido si partimos de la hipótesis de que el asesinato en sí era el objetivo real, la recompensa emocional, mientras que los llamados «manifiestos» eran las justificaciones que los permitían.

Kim pestañeó. Daba la impresión de que estaba tratando de calibrar las implicaciones que aquella idea podía tener para su proyecto.

—Pero ¿qué significaría eso… desde el punto de vista de la víctima?

—Desde el punto de vista de la víctima, no significaría nada. Para la víctima, el motivo es irrelevante. Sobre todo cuando no existe contacto personal anterior entre la víctima y el asesino. En una carretera oscura, desde un coche anónimo que pasa, una bala en la cabeza es una bala en la cabeza, al margen del motivo.

—¿Y las familias?

—Ah, las familias. Bueno…

Gurney cerró los ojos, rememorando lentamente una conversación triste tras otra. Muchas conversaciones a lo largo de años, décadas. Padres. Esposas. Amantes. Hijos. Caras de estupefacción. Incredulidad ante la terrible noticia. Preguntas desesperadas. Gritos. Quejidos. Gemidos. Rabia. Acusaciones. Amenazas disparatadas. Puños golpeando las paredes. Miradas de borracho. Miradas vacías. Personas mayores gimoteando como niños. Un hombre tambaleándose hacia atrás como si le hubieran dado un puñetazo. Y lo peor de todo, los que no reaccionaban. Rostros pétreos, miradas sin vida. Sin comprender, sin habla, sin emoción. Dándose la vuelta, encendiendo un cigarrillo.

—Bueno… —continuó al cabo de un rato—, siempre he sentido que lo mejor es la verdad. Así que supongo que comprender un poco mejor por qué mataron a alguien al que querían podría ser preferible para los familiares que sobreviven. Pero, recuerda, no estoy diciendo que sepa por qué Unabomber o el Buen Pastor hicieron lo que hicieron. Probablemente ellos mismos desconocen la razón última de su comportamiento. Solo sé que no se trata de la razón que esgrimieron.

Kim lo miró por encima de la mesita de café. Parecía a punto de plantear otra pregunta; ya estaba empezando a abrir la boca, cuando un ligero golpe en algún lugar de la pared superior de la casa la detuvo. Se sentó rígida, escuchando.

—¿Qué crees que ha sido eso? —preguntó después de unos segundos, señalando hacia la fuente del sonido.

—Ni idea. ¿Tal vez un golpe en una cañería de agua caliente?

—¿Es así como sonaría?

Gurney se encogió de hombros.

—¿Qué crees que es?

Cuando Kim no respondió, él preguntó:

—¿Quién vive arriba?

—Nadie. Al menos, se supone que no vive nadie. Los desahuciaron, luego volvieron, la policía entró en el apartamento y los detuvo a todos, traficantes cabezotas. Aunque probablemente ya han salido. En fin, ¿quién demonios lo sabe? Esta ciudad es un asco.

—Entonces, ¿el piso de arriba está vacío?

—Sí, supuestamente. —Kim miró la mesita de café, centrándose en la caja de pizza abierta—. Uf, tiene un aspecto horrible. ¿La recaliento?

—Por mí, no.

Gurney estuvo a punto de decir que era hora de irse, pero se dio cuenta de que no llevaba mucho rato allí. Tenía esa tendencia inherente, y estaba empeorando en los últimos seis meses: deseaba reducir el tiempo que pasaba con otras personas.

Levantó la carpeta azul.

—No estoy seguro de que pueda revisar todo esto ahora mismo —dijo—. Parece muy detallado.

Como una nube pasajera en un día de sol, la expresión de decepción en Kim vino y se fue.

—¿A lo mejor esta noche? Quiero decir que te lo puedes llevar y mirarlo cuando tengas tiempo.

La reacción de Kim casi lo «conmovió». Esa era la única palabra para definir cómo se sentía, la misma que se le había ocurrido antes, cuando ella le estaba hablando de cómo decidió cerrar el foco para reducir su documental a los asesinatos del Buen Pastor. Pensó que conocía la causa de esa sensación.

Se trataba del compromiso entusiasta de Kim, de su energía, su esperanza, su espíritu joven y decidido. Y el hecho de que estaba haciendo todo sola. Sola en una casa insegura, en un barrio desolado, perseguida por un acosador mezquino. Sospechaba que era esa combinación de determinación y vulnerabilidad lo que estaba removiendo su instinto paterno atrofiado.

—Le echaré un vistazo esta noche —dijo.

—Gracias.

De nuevo el ruido vibrante de un helicóptero emergió débilmente en la distancia; enseguida se oyó algo más fuerte, pasó y se desvaneció. Kim se aclaró la garganta con nerviosismo, juntó las manos en el regazo y habló con evidente dificultad.

—Hay algo que quería preguntarte. No sé por qué es tan difícil. —Negó con la cabeza con energía, como desaprobando su propia confusión.

—¿Qué es?

Ella tragó saliva.

—¿Puedo contratarte? ¿A lo mejor solo por un día?

—¿Contratarme? ¿Para hacer qué?

—Ya sé que no me estoy explicando. Esto me da vergüenza, sé que no tendría que presionarte así, pero es muy importante para mí.

—¿Qué quieres que haga?

—Mañana… ¿podrías venir conmigo? No tienes que hacer nada. La cuestión es que tengo dos reuniones mañana. Una es con un potencial entrevistado; la otra, con Rudy Getz. Lo único que quiero es que estés ahí, que me escuches, que los escuches, y después me cuentas qué te parece, cómo lo ves, no sé, solo… ¿No tiene sentido, verdad?

—¿Dónde son esas reuniones?

—¿Lo harás? ¿Vendrás conmigo? Oh, Dios, gracias, ¡gracias! De hecho, no son muy lejos de tu casa, bueno, no muy cerca, pero tampoco demasiado lejos. Una es en Barkville, con Jimi Brewster, el hijo de una de las víctimas. Y la casa de Rudy Getz está a unos quince kilómetros de aquí, en lo alto de una montaña con vistas al embalse Ashokan. Nos reuniremos primero con Brewster, a las diez. Podría pasar a recogerte alrededor de las ocho y media. ¿Te parece bien?

Gurney pensó en declinar la oferta y coger su propio coche. Pero tenía más sentido ir con Kim. Así podría hacerle algunas preguntas, para saber mejor dónde se estaba metiendo.

—Claro —dijo—. Está bien. —Ya casi lamentaba haberse implicado en todo aquello, pero, al mismo tiempo, se sentía incapaz de dejar a aquella chica en la estacada.

—Hay una partida de consulta en el presupuesto preliminar que preparé con RAM, así que puedo pagar setecientos cincuenta dólares por un día. Espero que sea suficiente.

Gurney estuvo a punto de decir que no tenía que pagarle, que no la ayudaba por eso, pero la chica se mostraba tan profesional que se vio incapaz de rechazar la oferta.

—Claro —dijo otra vez—. Está bien.

Al cabo de un rato, después de una conversación desganada sobre la vida de Kim en la universidad, sobre la decadencia de Siracusa (que se había convertido en una ciudad gris asolada por las drogas), sobre cómo el lago Onondaga había pasado de ser una masa de agua cristalina a una cloaca tóxica, Gurney se levantó de la silla y le dijo que se verían al día siguiente.

—Te enseñaría el apartamento —contestó ella—, pero en realidad no hay nada que ver. Es solo un sitio donde puedo trabajar y dormir. Nunca lo he considerado un hogar. —Lo acompañó a la puerta, le estrechó la mano con fuerza y le volvió a dar las gracias.

Tras bajar los escalones hasta la acera, Gurney oyó que aquellas dos pesadas puertas se cerraban detrás de él. Miró a ambos lados de aquella calle tan lúgubre. Tenía un aspecto sucio, salado, supuso que por el residuo seco de lo que habían rociado para fundir la última acumulación de nieve. Se percibía un atisbo de algo acre en el aire.

Se metió en su coche, giró la llave de contacto y conectó el GPS para buscar la ruta de vuelta a casa. Tardó aproximadamente un minuto en recibir señal del satélite. Cuando estaba escuchando la primera instrucción, oyó que la puerta se abría de golpe. Levantó la mirada y vio que Kim salía corriendo de la casa. Al pie de los escalones, cayó de bruces en la acera. Se levantó apoyándose en un cubo de basura.

—¿Estás bien? —le preguntó él al salir del automóvil.

—No lo sé…, el tobillo… —Respiraba con dificultad, aterrorizada.

Gurney la sostuvo por los brazos.

—¿Qué ha pasado?

—Hay sangre… en la cocina.

—¿Qué?

—Sangre. En el suelo de la cocina.

—¿Hay alguien más dentro?

—No. No lo sé. No he visto a nadie.

—¿Cuánta sangre?

—No lo sé. Gotas en el suelo. Como un rastro hasta el pasillo de atrás. No estoy segura.

—¿No has visto ni oído a nadie?

—No, creo que no.

—Tranquila. Ahora estás bien. Estás a salvo.

Kim empezó a pestañear. Había lágrimas en sus ojos.

—Tranquila —repitió él con suavidad—. Estás bien. Estás a salvo.

Ella se limpió las lágrimas y trató de serenarse.

—Vale. Ya estoy bien.

—Quiero que te sientes en mi coche —dijo Gurney cuando la respiración de la chica empezó a recuperar la normalidad—. Puedes cerrar la puerta. Echaré un vistazo en el apartamento.

—Iré contigo.

—Será mejor que te quedes en el coche.

—¡No! —Lo miró con ojos de súplica—. Es mi apartamento. ¡No va a sacarme de mi apartamento!

A pesar de que iba en contra del procedimiento policial permitir que un civil volviera a entrar en el edificio en esas condiciones antes de registrarlo, Gurney ya no era policía, así que el procedimiento ya no era una cuestión que le preocupara. Dado el estado de ánimo de Kim, decidió que sería mejor tenerla a su lado que insistir en que se quedara sola en el coche, cerrado o no.

—De acuerdo —dijo, sacando la Beretta de la cartuchera de tobillo y metiéndosela en el bolsillo de la chaqueta—, vamos.

Gurney entró, delante, y dejó las puertas abiertas. Se detuvo antes de alcanzar la sala. El pasillo continuaba en línea recta durante otros seis o siete metros y terminaba en un arco que daba a la cocina. Entre el salón y la cocina, vio, a la derecha, dos puertas abiertas.

—¿Adónde dan?

—La primera, a mi dormitorio. La segunda, al cuarto de baño.

—Voy a echar un vistazo. Si oyes algo que te inquiete o si me llamas y no respondo inmediatamente, sal a la calle lo más deprisa que puedas, enciérrate en mi coche y llama a Emergencias. ¿Entendido?

—Sí.

Gurney avanzó por el pasillo y miró en la primera habitación. Entró y encendió la luz del techo. No había mucho que ver. Una cama, una mesa pequeña, un espejo de cuerpo entero, un par de sillas plegables y un armario desvencijado. Miró en el armario y debajo de la cama. Volvió a salir al pasillo, le hizo un signo a Kim con el pulgar hacia arriba, entró en el cuarto de baño y repitió el proceso.

Lo siguiente era la cocina.

—¿Dónde has visto las gotas de sangre? —preguntó.

—Empiezan delante del frigorífico y van al pasillo de detrás.

Entró en la cocina con precaución, contento por primera vez en seis meses de ir armado. La cocina era una estancia amplia. Al fondo a la derecha había una mesita para comer y dos sillas enfrente de una ventana que daba al sendero y a la casa contigua. Por allí entraba algo de luz.

Vio una encimera con armaritos debajo, un fregadero y una nevera. Entre él y el frigorífico había una pequeña isleta con una tabla y un cuchilla de carnicero. Al rodearla, vio la sangre, una secuencia de gotas oscuras en el suelo de linóleo gastado, cada una de ellas del tamaño de una moneda de diez centavos, una cada dos o tres palmos. El rastro se extendía desde la puerta de la nevera a la puerta posterior de la cocina y salía a la zona en sombra de atrás.

De repente, oyó el sonido de una respiración detrás. Giró en redondo en cuclillas, sacando la Beretta del bolsillo. Kim estaba a un metro de él, como un ciervo cegado por los faros de un coche, mirando el cañón de la pequeña pistola calibre 32, con la boca entreabierta.

—¡Por Dios! —exclamó Gurney, tomando aire y bajando la pistola.

—Lo siento. Estaba tratando de no hacer ruido. ¿Quieres que encienda la luz?

Él asintió. El interruptor, situado en la pared de encima del fregadero, encendió dos tubos fluorescentes instalados en el techo. Bajo una luz más intensa, las gotas de sangre parecían más rojas.

—¿Hay un interruptor en el pasillo?

—En la pared, a la derecha del frigorífico.

Lo encontró y lo pulsó. La oscuridad del otro lado del umbral quedó sustituida por la luz parpadeante y fría de un fluorescente que estaba en las últimas. Gurney avanzó lentamente hacia el umbral, apuntando hacia abajo con la Beretta.

Salvo por un cubo de basura verde de plástico, el pasillo trasero estaba vacío. Terminaba en una puerta exterior de aspecto sólido que permanecía cerrada con un par de cerrojos grandes. Había una segunda puerta en la pared de la derecha de ese espacio apretado. Era hacia allí adonde conducía el reguero de gotas de sangre.

Gurney miró rápidamente a Kim.

—¿Qué hay detrás de esa puerta?

—Escaleras. Las escaleras…, al sótano —contestó la chica, con miedo.

—¿Cuándo fue la última vez que estuviste ahí? —Ahí abajo…, oh, Dios, no lo sé. A lo mejor… ¿hace un año? Se fue la luz y el tipo de mantenimiento que me mandó el casero me enseñó cómo funcionaba el diferencial. —Negó con la cabeza como si la mera idea la pusiera nerviosa.

—¿Hay algún otro acceso?

—No.

—¿Alguna ventana?

—Las pequeñas a nivel del suelo, pero tienen barrotes.

—¿Dónde está el interruptor de la luz?

—Dentro, justo al lado de la puerta, creo.

Había una gota de sangre delante de la puerta. Gurney pasó por encima de ella. Con la espalda pegada a la pared, giró el pomo y abrió rápidamente la puerta. El olor a humedad llenó el pequeño pasillo. Esperó y escuchó antes de mirar por la escalera. Los peldaños estaban apenas iluminados por el parpadeante fluorescente del pasillo que tenía a su espalda. Había un interruptor en la pared. Lo pulsó y una luz tenue y amarillenta se encendió en algún lugar del sótano.

Le pidió a Kim que apagara el fluorescente del pasillo, para terminar con el zumbido.

Cuando ella lo apagó, Gurney escuchó otra vez durante al menos un minuto. Silencio. Miró escaleras abajo. Vio un punto oscuro cada dos o tres peldaños.

—¿Qué es? ¿Qué ves? —Parecía que la voz de la chica se iba a quebrar en cualquier momento.

—Unas cuantas gotas más —contestó Gurney sin alterarse—. Voy a echar un vistazo. Quédate donde estás. Si oyes alguna cosa, corre a la puerta como alma que lleva el diablo, entra en mi coche…

Ella lo cortó.

—Ni hablar. Me quedo contigo.

Gurney sabía cómo calmar a los que tenía alrededor.

—Está bien, pero has de situarte al menos a dos metros detrás de mí. —Agarró con más fuerza la Beretta—. Si he de moverme deprisa, necesitaré espacio. ¿Vale?

Kim asintió.

Él empezó a bajar lentamente por la escalera. La estructura crujía. Cuando llegó abajo, vio que el rastro de puntos oscuros continuaba y cruzaba el suelo polvoriento del sótano hasta lo que parecía un largo arcón situado en una esquina. En una de las paredes había una caldera y dos grandes depósitos. En la contigua estaba el cuadro eléctrico y, encima de este, casi tocando las vigas del techo, una fila de pequeñas ventanas horizontales. Los barrotes externos de cada una de ellas apenas se distinguían a través del cristal polvoriento. La luz tenue emanaba de una sola bombilla tan sucia como las ventanas.

La atención de Gurney regresó al arcón.

—Tengo una linterna —dijo Kim desde la escalera—. ¿La quieres?

Gurney miró hacia arriba. La chica encendió la linterna y se la pasó. Era una Mini Maglite. Estaba en las últimas, con las pilas casi agotadas, pero era mejor que nada.

—¿Qué ves? —preguntó Kim.

—No estoy seguro. ¿Recuerdas que hubiera un arcón pegado a la pared la última vez que estuviste aquí?

—Pues…, no sé, no tengo ni idea. El tipo ese me enseñó circuitos, interruptores, no sé qué. ¿Qué ves?

—Te lo diré dentro de un momento. —Se movió hacia delante con inquietud, siguiendo el rastro de sangre hasta el gran cofre bajo.

Por un lado, parecía un simple arcón viejo para guardar sábanas. Por otro, Gurney no podía quitarse de la cabeza la idea melodramática de que tenía la medida justa de un ataúd.

—Oh, Dios mío. ¿Qué es eso? —Kim lo había seguido y ahora estaba un metro detrás de él. Su voz se había convertido en un susurro.

Gurney aguantó la linterna con los dientes y apuntó al baúl. Sostuvo la pistola con la mano derecha y levantó el arcón.

Durante un segundo pensó que estaba vacío.

Luego vio el cuchillo, que brillaba en el pequeño círculo de luz amarilla de la linterna. Era un cuchillo de cocina. Incluso bajo la luz débil y sucia vio que habían afilado su hoja hasta dejarla inusualmente delgada y puntiaguda.

5. Hacia una maraña de espinas

Kim se negó a llamar a la policía, a pesar de los esfuerzos de Gurney para convencerla de que lo hiciera.

—Ya te he dicho que he llamado antes. No voy a intentarlo otra vez. No hacen nada. Bueno, peor que nada. Vienen al apartamento, revisan puertas y ventanas, y me dicen que no hay ninguna señal de una entrada forzada. Luego preguntan si hay alguien herido, si han robado o roto algo de valor. Da la impresión de que si el problema no encaja en una de sus categorías, no existe. La última vez, cuando llamé porque había encontrado un cuchillo en mi cuarto de baño, perdieron interés al descubrir que era mío, aunque no paraba de decirles que había desaparecido dos semanas antes. Rascaron una gotita de sangre que estaba al lado del cuchillo en el suelo, se la llevaron y no volvieron a decirme ni una palabra al respecto. Si van a venir aquí para mirarme como si fuera una mujer histérica que les hace perder el tiempo, ¡que se vayan al infierno! ¿Sabes lo que hizo uno de ellos la última vez? Bostezó. Tal como lo digo, por increíble que parezca, bostezó en mi cara.

Gurney pensó en la forma de actuar de un policía local: intenta priorizar entre sus múltiples ocupaciones cuando investiga un posible nuevo caso. Es todo relativo, todo depende de la cantidad de trabajo que tenga ese mes, esa semana, ese día. Se acordó de un compañero suyo, de cuando trabajaba en Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York. El tipo vivía en una pequeña localidad residencial al oeste de Nueva Jersey, y cada día tenía que recorrer desde allí un largo trayecto. En cierta ocasión, el tipo trajo su periódico local. El gran artículo de primera página era sobre una pila para pájaros que había desaparecido del patio trasero de alguien. Eso pasó en un momento en que había una media de veinte asesinatos por semana en Nueva York, la mayoría de los cuales apenas merecían una mención de una línea en los periódicos de la ciudad. Todo dependía del contexto. Y aunque no se lo dijo a Kim, Gurney comprendía que un policía que estaba de trabajo hasta arriba, entre casos de violación y homicidios, no se tomara muy en serio todo aquello.

Sin embargo, también entendía la inquietud de la chica. Había algo más que siniestro en la forma de obrar de aquel intruso, algo que a él mismo le resultaba inquietante. Sugirió que podría ser una buena idea para ella que se marchara de Siracusa por un tiempo, quizá se podría quedar en casa de su madre.

Sin embargo, la chica, en vez de reaccionar con miedo, sacó todo su genio: —Ese hijo de perra… —susurró—. Si cree que va a ganar esta batalla, es que entonces no me conoce muy bien.

Cuando por fin se calmó un poco, Gurney le preguntó si recordaba los nombres de los detectives con los que había hablado.

—Te he dicho que no voy a volver a llamarlos.

—Lo comprendo, pero a mí sí que me gustaría hablar con ellos. A ver si saben algo que no te están contando.

—¿Sobre qué?

—¿Quizá sobre Robby Meese? ¿Quién sabe? No lo sabré hasta que hable con ellos.

Los oscuros ojos de Kim buscaron los suyos.

—Elwood Gates y James Schiff —dijo—. Gates es el bajo. Schiff es el alto. Dos físicos muy distintos, pero son igual de capullos.

El detective James Schiff había llevado a Gurney a una sala de interrogatorios libre situada un par de pasillos más allá de la recepción. Había dejado la puerta abierta, no había cogido ninguna silla y tampoco se la había ofrecido a él. El hombre se tapó la cara con las manos y trató de contener un bostezo, pero perdió esa batalla.

—¿Un día largo?

—Podría decirse que sí. Llevo dieciocho horas seguidas y me quedan seis más.

—¿Papeleo?

—Exacto, a la enésima potencia. Amigo mío, este departamento tiene el peor tamaño. Justo lo bastante grande para tener todas las sandeces burocráticas de una gran ciudad, y justo lo bastante pequeño para que no tengas ningún sitio donde esconderte. Resulta que anoche entramos en una casa que resultó estar sorprendentemente poblada. El resultado es que tengo un calabozo lleno de colgados y otro lleno de putas adictas al crack, así como una montaña de bolsas de pruebas que hay que terminar de procesar. Así que vamos al caso. ¿Cuál es exactamente el interés del Departamento de Policía de Nueva York en Kim Corazon?

—Lo siento…, quizá no he dejado clara por teléfono mi posición. Soy detective retirado. Me jubilé hace dos años y medio.

—¿Retirado? No, creo que eso se me ha pasado. ¿Qué es? ¿Investigador privado?

—Más bien un amigo de la familia. La madre de Kim es periodista, escribe mucho sobre policías. Nuestros caminos se cruzaron cuando yo todavía estaba en el trabajo.

—Así pues, ¿conoce bien a Kim?

—No muy bien. Solo estoy tratando de ayudarla en un proyecto de periodismo, algo sobre asesinatos no resueltos, pero nos hemos encontrado con una pequeña complicación.

—Mire, no tengo mucho tiempo. ¿Quizá podría ser un poco más específico?

—Alguien no muy agradable la está acosando.

—¿Ah, sí?

—¿No lo sabía?

La mirada de Schiff se oscureció.

—Me estoy perdiendo, ¿por qué estamos teniendo esta conversación?

—Buena pregunta. ¿Le sorprendería si le dijera que ahora mismo en el apartamento de Kim Corazon hay pruebas frescas de que se ha producido un allanamiento de morada? Alguien pretende intimidarla.

—¿Sorprendido? No puedo decir eso. Hemos recorrido ese camino varias veces con la señorita Corazon.

—¿Y?

—Muchos baches.

—No estoy seguro de comprenderlo.

Schiff se sacó un poco de cera de la oreja y la arrojó al suelo.

—¿Le dijo quién cree que es el responsable?

—Su exnovio, Robby Meese. —¿Alguna vez ha hablado con Meese? —No. ¿Y usted?

—Sí, hablé con él. —Miró su teléfono móvil otra vez—. Oiga, puedo concederle exactamente tres minutos. Cortesía profesional. Por cierto, ¿tiene alguna identificación?

Gurney le mostró su tarjeta del sindicato de policía y el carné de conducir.

—De acuerdo, señor policía de Nueva York, rápido resumen, off the record. Básicamente, la historia de Meese suena tan bien como la de ella. Cada uno de ellos asegura que el otro es inestable y que reaccionó mal a la ruptura. Ella dice que él entró en su apartamento tres o cuatro veces. Un puñado de tonterías: pomos aflojados, cosas que se mueven, se lleva cuchillos, los devuelve…

Gurney lo interrumpió.

—Se refiere a poner un cuchillo en el suelo de su cuarto de baño junto con una gota de sangre. Yo no llamaría a eso devolver cuchillos. No veo cómo puede pasar por alto…

—¡Eh! Aquí nadie pasa nada por alto. De la cuestión inicial, los pomos y todo eso, se encargó una patrulla de agentes uniformados. ¿Buscamos huellas dactilares en los pomos sueltos? Tendríamos que estar locos para hacer tal cosa. Vivimos en una ciudad real con problemas reales. Pero se siguieron los procedimientos. Tengo atestados en el expediente del caso. Lo de la sangre nos lo dijo la patrulla. Mi compañero y yo echamos un vistazo, llevamos muestras al laboratorio, buscamos huellas en el cuchillo, etcétera. Resultó que las únicas huellas del cuchillo eran las de la señorita Corazon. La gotita de sangre en el suelo era de vaca. ¿Lo sabía? Como de un bistec.

—¿Interrogó a Meese?

—Por supuesto que interrogamos a Meese.

—¿Y?

—No reconoce nada, y no hay ninguna prueba de su implicación. Se ciñe a su historia de que Corazon es una arpía vengativa que está tratando de causarle problemas.

—Así pues, ¿cuál es la teoría actual? —preguntó Gurney con incredulidad—. ¿Que Kim está tan loca y que todo esto es cosa suya? ¿Para poder culpar de ello a su exnovio?

Schiff se encogió de hombros, pero su mirada parecía decir que precisamente esa era su teoría.

—O alguna tercera parte lo está haciendo, por razones que todavía no se han descubierto. —Miró por tercera vez a su teléfono móvil—. Hora de irme. El tiempo vuela cuando te lo pasas bien. —Se encaminó hacia la puerta abierta de la sala de interrogatorios.

—¿Por qué que no hay cámaras? —preguntó Gurney.

—¿Perdón?

—Sería de esperar que se instalaran cámaras, teniendo en cuenta todo lo que ha pasado.

—Le insistí en que lo hiciera, pero se negó. Dijo que supondría una invasión intolerable de su intimidad.

—Me sorprende que reaccionara de tal modo.

—A menos que todo sea un montaje y que una cámara lo demostrara.

Caminaron en silencio hacia la recepción, pasaron por delante del escritorio del sargento y llegaron a la puerta de la calle. Cuando Gurney estaba a punto de salir, Schiff lo detuvo.

—¿Ha hallado nuevas pruebas en su apartamento, algo que tendría que ver?

—Eso es lo que he dicho.

—¿Bueno? ¿Qué era?

—¿Está seguro de que quiere saberlo?

Hubo un destello de rabia en los ojos de Schiff.

—Sí, me gustaría saberlo.

—Hay gotas de sangre que conducen desde la cocina hasta un arcón del sótano. Dentro de él hay un pequeño cuchillo afilado. Pero puede que no sea importante. Tal vez Kim exprimió otro bistec y lo hizo gotear por la escalera. Quizá se está volviendo más loca y vengativa por momentos.

En el trayecto de regreso a casa, Gurney se sintió incómodo. En su mente resonaba el eco de la pulla que le había lanzado a Schiff. Desde que había resultado herido, no se mostraba nada amigable, y tampoco lo había sido con aquel policía.

Siempre cuestionaba la teoría principal, en cualquier situación, y alentaba las discrepancias. Pero poco a poco se estaba dando cuenta de que le ocurría algo más, algo menos objetivo. Por naturaleza tendía a poner en duda cada opinión, cada conclusión, pero ahora le podía la hostilidad, una hostilidad que iba del malhumor a la rabia. Se había quedado cada vez más aislado, cada vez más a la defensiva, cada vez más resistente a aceptar cualquier idea que no fuera suya. Y estaba convencido de que todo había empezado seis meses antes, con aquellas tres balas que casi lo mataron. Necesitaba recuperar la ecuanimidad, volver a ser objetivo. El esfuerzo merecía la pena. Sin objetividad no tenía nada.

Un terapeuta le había dicho hacía mucho tiempo: «Cada vez que estés inquieto, trata de identificar el temor que está debajo de la inquietud. La raíz es siempre el miedo. A menos que lo afrontemos, tendemos a actuar mal». Gurney se preguntó de qué tenía miedo. Estuvo dándole vueltas casi todo el viaje de vuelta a casa. La respuesta era bochornosa.

Tenía miedo de equivocarse.

Aparcó al lado del coche de Madeleine, junto a la puerta lateral de la casa. El aire procedente de la montaña era gélido. Entró en la estancia, colgó la chaqueta en el lavadero, fue hasta la cocina y dijo en voz alta: —Estoy en casa.

No hubo respuesta. Se respiraba una indescriptible falta de vida, una peculiar sensación de vacío que solo se notaba cuando Madeleine había salido.

Cuando se dirigía al cuarto de baño, se dio cuenta de que se había olvidado la carpeta azul de Kim en el coche. Volvió a buscarla, pero entonces algo brillante y rojo situado a la derecha de la zona de aparcamiento captó su atención. Estaba en medio del jardín elevado donde Madeleine había plantado flores el año anterior. Al principio, pensó que se trataba de alguna clase de flor roja encima de un tallo recto. Pero aquello era poco probable, dada la época del año en la que estaban. Cuando se dio cuenta de lo que estaba mirando en realidad, pensó que aquello tampoco tenía sentido.

El tallo recto era el astil de una flecha. La punta estaba clavada en la tierra húmeda. Lo que le había parecido la flor era, en realidad, el emplumado del extremo, tres medias plumas escarlatas que resplandecían bajo los rayos inclinados del sol.

Gurney miró la flecha, asombrado. ¿La había puesto allí Madeleine? En ese caso, ¿de dónde la había sacado? ¿La estaba usando como alguna clase de señalizador? Parecía nueva, sin erosionar, así que no podía haber estado bajo la nieve todo el invierno. Si Madeleine no la había puesto allí, ¿quién lo había hecho? ¿Era posible que no la hubieran puesto, sino que alguien la hubiera lanzado con un arco? Ahora bien, para terminar clavada en un ángulo casi vertical, tendría que haber sido lanzada casi verticalmente. ¿Cuándo? ¿Por qué? ¿Por quién? ¿Desde dónde?

Subió al jardín elevado, agarró el astil cerca del punto en el que se hundía en el suelo y extrajo lentamente la flecha. La punta era amplia y tenía cuatro facetas afiladas. Era la clase de flecha con la que un cazador con un buen arco puede atravesar a un ciervo. Pensó que era más que curioso encontrarse con aquellas dos armas afiladas en el espacio de unas horas. Las dos parecían plantear preguntas inquietantes.

Por supuesto, Madeleine podría tener una explicación simple en el caso de la flecha. Se la llevó a la casa y la aclaró bajo el grifo del fregadero. Al parecer, la punta era de carbono, lo bastante afilada como para afeitarse con ella. Eso hizo que se acordara del cuchillo que habían encontrado en el sótano de Kim, lo que a su vez le recordó que su carpeta seguía en el coche. Apoyó la flecha suavemente en la encimera y salió por el pasillo del lavadero.

Al abrir la puerta lateral se encontró cara a cara con Madeleine, vestida con una de sus combinaciones asombrosas de color: pantalones de chándal rosa, una chaqueta de borreguillo color lavanda y una gorra de béisbol naranja. Tenía el aspecto de haber hecho ejercicio que solía mostrar cuando regresaba de una de sus excursiones, ligeramente sin aliento. Se apartó para dejarla entrar.

Ella sonrió.

—¡Es tan hermoso! ¿Habías visto esa luz asombrosa en la colina? ¿No te has fijado en ese tono rosado en los brotes?

—¿Qué brotes?

—¿No lo has visto? Oh, ven aquí, ven. —Lo tomó del brazo y señaló con felicidad a los árboles que se erguían más allá del prado por encima de la casa—. Ese apunte de rosa en los arces solo se puede ver a principios de primavera.

Vio de qué estaba hablando, pero no logró sentirse igual de feliz que ella. En cambio, esa tonalidad desvaída sobre un fondo gris marronoso del paisaje desgranó un viejo recuerdo, un recuerdo que le enfermaba: agua gris marronosa en una zanja, junto a una carretera de servicio abandonada detrás del aeropuerto de LaGuardia, una leve tintura roja en el agua fétida. La tintura estaba filtrándose de un cuerpo ametrallado justo debajo de la superficie.

Madeleine lo miró, preocupada.

—¿Estás bien?

—Cansado, nada más.

—¿Quieres un poco de café?

—No —contestó en tono cortante, sin saber por qué.

—Entra. —Ella se quitó la chaqueta y la gorra, que dejó en el lavadero.

Él la siguió a la cocina. Madeleine se acercó al fregadero y abrió el grifo.

—¿Cómo ha ido tu viaje a Siracusa?

La maldita carpeta azul seguía en su coche.

—No te oigo, con el ruido del agua —dijo.

Ya se había olvidado de recogerla… ¿tres veces? ¿Tres veces en los últimos diez minutos? Vaya.

Madeleine llenó un vaso de agua y cerró el grifo.

—Te he preguntado por tu viaje a Siracusa.

Dave suspiró.

—El camino era peculiar. Siracusa es una pocilga. Espera… Te lo contaré dentro de un minuto. —Salió al coche y esta vez regresó con la carpeta en la mano.

Madeleine parecía perpleja.

—Creía que había unos barrios antiguos muy bonitos. Quizás estén en otra parte de la ciudad.

—Sí y no. Barrios viejos y bonitos intercalados con barrios dominados por un infierno de bandas.

Ella miró la carpeta que tenía en la mano.

—¿Es eso el proyecto de Kim?

—¿Qué? Ah, sí. —Miró a su alrededor en busca de un lugar donde ponerlo y se fijó en la flecha que había dejado en el aparador. La señaló—. ¿Qué sabes de eso?

—¿Eso? —Madeleine se acercó y examinó la flecha sin tocarla—. ¿Es eso lo que he visto fuera?

—¿Cuándo la viste?

—No lo sé. Al salir. ¿Hará una hora?

—¿No sabes de dónde ha salido?

—Solo sé que estaba clavada en el lecho de flores. Pensaba que la habías dejado allí.

Dave se quedó observando la flecha. Madeleine lo miró a él.

—¿Crees que alguien está cazando por aquí? —preguntó ella entrecerrando los ojos.

—No es temporada de caza.

—Quizás algún borracho piensa que lo es.

—Menuda idea más agradable.

Madeleine observó la flecha y se encogió de hombros.

—Pareces agotado. Ven, siéntate. —Hizo un gesto hacia la mesa que estaba situada al lado de la puerta cristalera—. Cuéntame cómo te ha ido el día.

Tras explicárselo todo, incluido que Kim le había contratado para que la acompañase a dos reuniones al día siguiente, examinó el rostro de su mujer, en busca de una reacción. Sin embargo, ella cambió de tema.

—Yo también he tenido un día bastante duro.

Se inclinó hacia delante mientras hablaba, con los codos en la mesa y las palmas de las manos juntas delante de la cara, apoyando la barbilla en los pulgares. Cerró los ojos y, durante lo que pareció un momento muy largo, no dijo nada.

Por fin abrió los ojos, puso las manos en el regazo y enderezó la espalda.

—¿Te acuerdas de que alguna vez te he hablado del matemático?

—Vagamente.

—¿El profesor de matemáticas que era paciente de la clínica?

—Ah, sí.

—Nos lo derivaron tras haber sido arrestado por segunda vez por conducir bajo los efectos del alcohol. Tuvo una serie de problemas profesionales, hasta que se quedó sin trabajo. Un divorcio desagradable, perdió la relación con sus hijos, tuvo problemas con los vecinos. Perspectivas nada halagüeñas, problemas de sueño, obsesionado con los aspectos negativos de cada situación en la que estaba involucrado. Una mente brillante, pero atrapado en una espiral descendente de depresión. Venía a tres sesiones de grupo por semana, además de asistir a una sesión individual. Por lo general estaba dispuesto a hablar. O quizá debería decir que estaba dispuesto a quejarse, a culpar a todos de todo. Pero nunca estaba dispuesto a hacer nada. Ni siquiera quería dejar la casa, a menos que fuera por mandato judicial. No aceptaba tomar medicación antidepresiva, porque eso implicaría aceptar el hecho de que su propia química mental podría formar parte del resto de sus problemas. Casi tenía gracia. Estaba decidido a hacerlo todo a su manera, y su manera era no hacer nada. —Sonrió con aire sombrío y miró por la ventana.

—¿Qué ocurrió?

—Anoche se pegó un tiro.

Se sentaron en silencio a la mesa durante un buen rato, mirando más allá de las colinas desde los ángulos cruzados de sus respectivas sillas. Gurney se sentía extrañamente separado del tiempo y del espacio.

—Así pues —dijo Madeleine, volviéndose hacia él—, la pequeña dama quiere contratarte. ¿Y lo único que has de hacer es seguirla y decirle cómo crees que lo está haciendo?

—Eso dice.

—¿Te estás preguntando si podría haber más?

—A juzgar por el día de hoy, podría haber bastantes más cosas ocultas, giros inesperados.

Madeleine le lanzó una de sus características miradas, largas y pensativas. Dave las sentía como exploraciones de su alma. Al final, con un esfuerzo evidente, dibujó una sonrisa brillante.

—Contigo no creo que queden ocultas mucho tiempo.

6. Vueltas y giros

Al ponerse el sol compartieron una cena tranquila de sopa de boniato y ensalada de espinacas. Después, Madeleine encendió un pequeño fuego en la vieja estufa de leña del fondo del salón y se acomodó en su silla favorita con un libro, Guerra y paz, un tomo que había estado leyendo de manera intermitente desde hacía casi un año.

Dave se fijó en que su mujer no se había molestado en coger sus gafas de lectura y en que el libro descansaba cerrado en su regazo. Sintió la necesidad de decir algo.

—¿Cuándo te has enterado del…?

—¿Del suicidio? A última hora de esta mañana.

—¿Ha llamado alguien?

—El director. Quería que todo el mundo que hubiera tenido contacto con él acudiera a una reunión. Aparentemente se trataba de compartir información y absorber el impacto. Eso, por supuesto, es absurdo. Era todo una cuestión de cubrirse las espaldas, controlar daños, como quieras llamarlo.

—¿Cuánto ha durado la reunión?

—No lo sé. ¿Qué importancia puede tener eso?

No contestó, en realidad no tenía respuesta, ni siquiera sabía por qué lo había preguntado. Madeleine abrió el libro por una página cualquiera y lo miró.

Al cabo de un minuto o dos, Gurney cogió la carpeta con el proyecto de Kim y se la llevó a la mesa. Pasó las secciones tituladas «Concepto» y «Descripción del documental» y examinó rápidamente la sección «Estilo y método». Se detuvo para leer con más atención una frase que Kim había subrayado:

Las entrevistas examinarán los efectos duraderos de los asesinatos, y explorarán en profundidad todas las formas en que se alteraron las vidas de las familias, en particular las de los hijos.

Leyó por encima varias secciones más. Se detuvo un poco más en una que se titulaba «Resúmenes de contacto y estado». La sección estaba organizada según la secuencia de los seis crímenes del Buen Pastor. La información se presentaba en forma de hoja apaisada con columnas, bajo tres encabezamientos: «Víctimas atacadas», «Miembros de la familia disponibles», «Actitud actual respecto a la participación».

Se fijó en la lista de víctimas: Bruno y Carmella Villani, Carl Rotker, Ian Sterne, Sharon Stone, Dr. James Brewster, Harold Blum. Después del nombre de Carmella Villani había un asterisco cuyo pie de nota correspondiente decía: «Sobrevivió a un traumatismo craneal masivo, permanece en coma vegetativo persistente».

Se saltó la segunda columna, que proporcionaba una lista detallada de familiares (con sus localizaciones, situaciones vitales, edades y descripciones personales), y miró los resúmenes de la tercera columna y sus «actitudes actuales».

De la viuda de Harold Blum se decía que se mostraba «plenamente cooperativa, agradecida por el interés mostrado. Es profundamente emocional, todavía llora cuando se habla del tema».

Describía al hijo del doctor Brewster como «insultante hacia el recuerdo de su padre, con abierta simpatía con la filosofía de EBP, obsesionado con los males del materialismo».

El hijo de Ian Sterne, empresario dentista, era «discreto, reacio a la participación, preocupado por los efectos emocionalmente perturbadores del proyecto, escéptico de las intenciones de RAM TV, crítico con el sensacionalismo implacable de la cobertura original del caso».

El hijo de la agente inmobiliaria Sharon Stone «expresó gran entusiasmo por el proyecto, habló con ansiedad de las virtudes de su madre, del horror de su muerte, del efecto devastador en su propia vida, de la intolerable injusticia de la huida del asesino».

Había más familiares y más descripciones de estado, y a continuación las transcripciones de dos entrevistas —con Jimi Brewster y con Ruth Blum— y una copia de veinte páginas del «Memorando de intenciones del Buen Pastor». Cuando Gurney estaba a punto de apartar la carpeta, se fijó en que había una página final que no se había mencionado en el índice, una página titulada «Contactos de información de fondo».

Vio tres nombres, con direcciones de correo electrónico y con sus respectivos números de teléfono: el agente especial al mando Matthew Trout, el investigador jefe retirado de la policía del estado de Nueva York Max Clinter, y el investigador jefe de la policía del estado de Nueva York Jack Hardwick.

Miró con sorpresa al tercer nombre. Hardwick era un detective muy listo y cáustico con el que había tenido una relación compleja: sus caminos se habían cruzado en circunstancias singulares y difíciles.

Gurney se dirigió al teléfono para llamar a Kim. Quería hablar con Hardwick, pero antes de hacerlo deseaba descubrir por qué ella lo tenía como fuente de información.

—¿Dave? —contestó Kim de inmediato.

—Sí.

—Iba a llamarte. —Su voz sonaba más tensa que complacida—. Tu conversación con Schiff ha removido las cosas.

—¿Cómo?

—Ha venido a mi apartamento, supongo que justo después de que hablaras con él. Quería ver todo lo que me habías contado. Parecía cabreado de verdad porque había limpiado el suelo de la cocina. Bueno, lástima. ¿Cómo iba a saber que iba a venir? Dijo que un tipo de recogida de pruebas regresaría esta misma noche para examinar el sótano. Supongo que está bien que no me haya atrevido a limpiar la escalera. Uf, me da escalofríos de pensarlo. Y sigue insistiendo en poner esas siniestras pequeñas cámaras espía en todo el apartamento.

—¿Es verdad que antes las rechazaste?

—¿Dijo eso?

—También dijo que mandó al laboratorio restos de la mancha de sangre del cuarto de baño.

—¿Y?

—Por lo que me dijiste, creí que no había hecho prácticamente nada.

Kim hizo una pausa antes de responder.

—No es tanto lo que hizo o dejó de hacer. El problema era su actitud. Era penosa. No podría importarle menos.

Aunque la respuesta no le satisfizo, decidió dejarlo de lado, al menos por el momento.

—Kim, estoy mirando las fuentes de información que enumeras en la página final del documento. Me ha llamado la atención la presencia de un detective cuyo nombre es Hardwick. ¿Cómo es que está implicado en esto?

—¿Lo conoces? —Su voz sonó alerta.

—Sí.

—Bueno…, cuando empecé a investigar el caso del Buen Pastor hace unos meses, reuní los nombres de la gente de los cuerpos policiales que se mencionaban en las noticias de hace diez años. Uno de los primeros crímenes ocurrió en la jurisdicción de Hardwick. Él fue uno de los investigadores de la policía estatal que participó temporalmente.

—¿Temporalmente?

—Todo cambió después del tercer fin de semana. Creo que fue cuando se produjo uno de los crímenes más allá de la frontera de Massachusetts. A partir de entonces el FBI tomó las riendas de la investigación.

—¿El agente especial al mando Matthew Trout?

—Sí, Trout. Un capullo obsesionado por el control.

—¿Has hablado con él?

—Me dijo que me leyera los comunicados de prensa emitidos por el FBI en su momento; luego me pidió que presentara mis preguntas por escrito; después se negó a contestar ni una sola de ellas. Si a eso lo llamas hablar con él, entonces supongo que lo hice. ¡Imbécil!

Gurney sonrió para sus adentros. Bienvenida al FBI.

—Pero ¿Hardwick quiso hablar contigo?

—Al principio no mucho. Después descubrió que Trout estaba tratando de controlar el flujo de información. Entonces pareció encantado de hacer cualquier cosa que molestara a Trout.

—Ese es Jack. Solía decir que FBI significaba: Federación de Burócratas Idiotas.

—Todavía lo dice.

—Entonces, ¿por qué está Trout en tu lista de fuentes de información, si se niega a proporcionarla?

—Eso es más para la gente de RAM. Puede que Trout no quiera hablar conmigo, pero Rudy Getz es diferente. Te asombraría ver quién le devuelve las llamadas y con qué rapidez.

—Interesante. ¿Y el tercer nombre, Max Clinter?

—Max Clinter. Bueno. ¿Por dónde empezar? ¿Sabes algo de él?

—El nombre me suena vagamente, pero no lo sitúo.

—Clinter era el detective fuera de servicio que quedó enredado en el último asesinato del Buen Pastor.

Gurney recuperó el recuerdo de los relatos periodísticos.

—¿Era el tipo que estaba en su coche con la estudiante de Bellas Artes…, borracho como una cuba…, disparó por la ventana…, rozó a un tipo que iba en una motocicleta…? Lo culparon de que el Buen Pastor escapara, ¿no?

—Sí.

—¿Es una de tus fuentes?

—Acepto lo que sea de quien sea. —Kim pareció ponerse a la defensiva—. El problema es que casi todos los involucrados en el caso remiten todas las preguntas a Trout, que es como echarlas a un agujero negro.

—Entonces, ¿qué has logrado descubrir de Clinter?

—No es una pregunta fácil. Es un hombre extraño, con muchas cosas en la cabeza. No estoy segura de entenderlo bien. Quizá podríamos hablar mañana en el coche. No me he dado cuenta de lo tarde que se estaba haciendo y he de ducharme.

Aunque Gurney no la creyó, no dijo nada. Estaba ansioso por hablar con Jack Hardwick.

Cuando lo llamó, le saltó el buzón de voz y le dejó un mensaje.

Ya casi era noche cerrada. En lugar de encender la luz en el estudio, Gurney cogió la carpeta del proyecto de Kim y se la llevó a la mesa de la cocina. Madeleine todavía estaba sentada en el sillón, junto a la estufa, que proyectaba un brillo intermitente en el fondo de la sala. Guerra y paz había pasado de su regazo a la mesita de café que tenía delante y ella estaba haciendo punto.

—Bueno, ¿has descubierto ya de dónde salió esa flecha? —preguntó, sin levantar la mirada.

Dave miró el aparador. Allí estaba el asta de grafito negro y el emplumado rojo. Algo en esa imagen le mareó un poco.

A continuación, como si la sensación hubiera sido el anuncio de un recuerdo a punto de aflorar, se acordó de algo que le ocurrió cuando era niño y vivía en el apartamento de sus padres, en el Bronx. Tenía trece años. Fuera estaba oscuro. Su padre, o se había quedado trabajando hasta tarde, o estaba bebiendo. Su madre estaba en una de sus clases de baile de salón, en un estudio de Manhattan, una manía absorbente que había desplazado su antigua obsesión por la pintura a dedo. Su abuela permanecía en el dormitorio, murmurando al tiempo que pasaba las cuentas de su rosario. Él estaba en el dormitorio de su madre, que era exclusivamente de ella desde que su marido había empezado a dormir en el sofá del salón y a guardar la ropa en un armario del pasillo.

Dave abrió una de las dos ventanas. El aire era frío y olía a nieve. Tenía un arco de madera de verdad, no un juguete. Se lo había comprado con dinero ahorrado de dos años de pagas semanales. Soñaba con salir a cazar en un bosque, lejos del Bronx. Estaba de pie delante de la ventana de guillotina notando el aire frío en la cara. Puso una flecha escarlata en la cuerda de su arco y, guiado por una extraña excitación, lo levantó hacia el cielo negro, que veía por esa ventana del sexto piso. Tensó la cuerda y lanzó la flecha hacia la noche. Aguzó el oído. Un miedo repentino le atenazó el corazón. Esperó el sonido del impacto —un zas en el techo de uno de los edificios bajos del barrio, o un ruido metálico en la parte de arriba de un coche aparcado, o un agudo sonido en una acera—, pero no oyó nada. Nada en absoluto.

El inesperado silencio empezó a aterrorizarlo.

Imaginó lo silenciosa que sería una flecha afilada clavándose en una persona.

Durante el resto de la noche, consideró las posibles consecuencias, que lo asustaron muchísimo. Sin embargo, lo que más de treinta y cinco años después lo atormentaba era una pregunta que no había podido responderse desde entonces: ¿por qué?

¿Por qué lo había hecho? ¿Qué lo había poseído para hacer algo tan imprudente, tan carente de cualquier recompensa racional, tan cargado de peligro vano?

Gurney miró otra vez la estantería y le sorprendió la estrambótica simetría entre los dos misterios: la flecha que disparó sin saber por qué desde la ventana de su madre y que no sabía adónde había ido a parar, y la flecha que había aparecido de la nada en el jardín de su casa. Negó con la cabeza, como para sacudirse una niebla interior. Era hora de pasar a otro asunto.

Su móvil sonó de manera oportuna. Era Connie Clarke.

—Hay algo que quería añadir, algo que no he mencionado esta mañana.

—Ah.

—No me lo he reservado a propósito. Es solo una de esas cosas vagas que en ocasiones parece relacionada con la situación, y en ocasiones no.

—¿Sí?

—Supongo que es más una coincidencia que otra cosa. Los asesinatos del Buen Pastor ocurrieron todos hace exactamente diez años, ¿no? Bueno, fue también entonces cuando desapareció el padre de Kim. Llevábamos dos años divorciados, y siempre había estado hablando de que quería dar la vuelta al mundo. Nunca pensé que llegara a hacerlo, aunque podía ser asombrosamente impulsivo e irresponsable, lo cual forma parte de la razón por la que me divorcié de él. La cuestión es que un día dejó un mensaje de teléfono para nosotras en el que decía que había llegado el momento, que era entonces o nunca, y que se iba. Suena absurdo. Pero eso fue todo. La primera semana de primavera de hace diez años. Nunca volvimos a saber ni una palabra de él. ¿Te lo puedes creer? Cabrón egoísta e irreflexivo. Kim estaba deshecha. Peor que cuando nos divorciamos dos años antes. Completamente destrozada.

—¿Ves algún significado en esa coincidencia temporal?

—No, no, no quiero sugerir que haya alguna relación entre el caso del Buen Pastor y la desaparición de Emilio. ¿Cómo iba a haberla? Es solo que los dos sucesos ocurrieron en marzo de 2000. En parte, quizá Kim siente con tanta fuerza el dolor de esas familias porque ella perdió a su propio padre justo entonces.

Ahora Gurney lo comprendió.

—Y el sentimiento compartido de la falta de un cierre…

—Sí. Los asesinatos del Buen Pastor nunca se resolvieron por completo, porque nunca atraparon al asesino. Y Kim no ha podido cerrar la puerta de la desaparición de su padre, pues nunca pudo descubrir lo que le ocurrió. Cuando ella habla de las familias de víctimas de asesinato a las que les falta algo, creo que está hablando de sí misma.

Después de hablar con Connie, Gurney se sentó un rato a la mesa, para tratar de digerir lo que la desaparición de Emilio Corazon había supuesto en la vida de Kim.

Poco a poco fue cobrando conciencia del suave y continuado claqueteo de las agujas de tejer de Madeleine. Estaba sentada bajo la luz amarilla de la lámpara, con una madeja de lana verde salvia a su lado en el sillón y un suéter del mismo color cobrando forma en su regazo.

Dave abrió la carpeta azul por la sección dedicada al «Memorando de intenciones del Buen Pastor». En una página de información de fondo, al principio de la sección, alguien, presumiblemente Kim, indicaba que el documento original había sido entregado por correo urgente en un sobre de 23 × 30 dirigido al «Director, Policía del Estado de Nueva York, Departamento de Investigación Criminal». La fecha de entrega era el 29 de marzo de 2000, el miércoles siguiente a los dos primeros crímenes.

Gurney pasó la página y leyó el texto del memorando. Empezaba abruptamente, con un resumen organizado en una serie de puntos numerados:

1. Si el amor al dinero, que es codicia, es la raíz del mal, se deduce que el mayor bien se obtendrá con su erradicación.

2. Como la codicia no existe en el vacío, sino que existe en sus portadores humanos, se deduce que la forma de erradicar la codicia es erradicar a sus portadores.

3. El buen pastor selecciona al rebaño, separando la oveja enferma de la oveja sana, porque está bien detener la extensión de la infección. Está bien proteger a los buenos animales de los malos.

4. Aunque la paciencia es una virtud, no es pecado perder la paciencia con la codicia. No es pecado alzarse en armas contra los lobos que devoran a sus crías.

5. Esta es nuestra declaración de guerra contra los vanidosos portadores de la codicia, los carteristas que se llaman banqueros, los piojos de la limusina, los gusanos del Mercedes.

6. Liberaremos la Tierra de un contagio definitivo, portador tras portador, sustituyendo el silencio de pasividad por cráneos destrozados hasta que la Tierra esté limpia, cráneos destrozados hasta que el rebaño esté seleccionado, cráneos destrozados hasta que la raíz de todo mal muera y sea arrancada de la Tierra.

Las siguientes diecinueve páginas daban vueltas y vueltas a las mismas ideas, e iban de lo profético a lo académico. Todo parecía sustentarse en ciertos datos de distribución de la riqueza, con los que se pretendía demostrar la injusticia de la estructura económica de Estados Unidos, junto con estadísticas de tendencia que mostraban la deriva de la nación hacia una economía de extremos propia del tercer mundo, en la cual la enorme riqueza se concentra en lo más alto, la pobreza se expande y la clase media se reduce.

La parte principal del documento concluía:

Esta enorme y creciente injusticia está guiada por la codicia de los poderosos y el poder de los codiciosos. Además, el control que esta clase vil y devoradora ejerce sobre los medios —el principal motor de influencia de la sociedad— es virtualmente absoluto. Los canales de comunicación (canales que en manos libres podrían ser agentes de cambio) son poseídos, dirigidos e infectados por macro-corporaciones y por individuos multimillonarios, cuyos intereses están motivados por el carácter virulento de la codicia. Esta es la situación desesperada que nos fuerza a nuestra conclusión inevitable, a nuestra clara resolución y a nuestra acción directa.

El documento estaba firmado por «El Buen Pastor».

En una nota separada, grapada a la página final, el autor había incluido información sobre las horas y localizaciones precisas de los dos crímenes anteriores.

Como estos hechos no habían llegado a los medios, proporcionaron apoyo a la reivindicación del autor. Una nota posterior indicaba que, de manera simultánea, se habían entregado copias de todo el documento a una larga lista de organizaciones de noticias locales y nacionales.

Gurney lo repasó todo otra vez. Cuando dejó la carpeta, media hora después, comprendió por qué el caso se había convertido en un referente en el estudio de la criminología, y por qué había sustituido al caso anterior del Unabomber como el arquetipo académico para los asesinatos que se basaban en una supuesta misión social.

El documento era más claro y menos digresivo que el manifiesto de Unabomber. La relación que había entre el problema que se exponía y la solución de los asesinatos era más directa que las desordenadas cartas bomba que Ted Kaczynski había dirigido a víctimas cuya relevancia era bastante cuestionable.

El Buen Pastor había resumido limpiamente su enfoque en las dos primeras afirmaciones de su memorando: «1. Si el amor al dinero, que es codicia, es la raíz del mal, se deduce que el mayor bien se obtendrá con su erradicación. 2. Como la codicia no existe en el vacío, sino que existe en sus portadores humanos, se deduce que la forma de erradicar la codicia es erradicar a sus portadores».

¿Qué podía ser más directo que eso?

Y la retahíla de asesinatos del Buen Pastor era memorable. Tenía elementos teatrales fascinantes: una premisa simple, un marco temporal concentrado, un alto grado de suspense, una amenaza muy gráfica, un asalto dramático a la riqueza y al privilegio, unas víctimas fácilmente definidas, unos momentos terroríficos de confrontación. Era material de leyenda y ocupaba un lugar natural en las mentes de la gente. De hecho, ocupó al menos dos lugares naturales: para aquellos que se sentían amenazados por un ataque a la riqueza, el Buen Pastor era la encarnación del revolucionario que ponía bombas, decidido a derrocar la estructura de la mayor sociedad de la historia; para aquellos que veían a los ricos como cerdos, el Buen Pastor era un idealista, un Robin Hood que rectificaba la peor injusticia de un mundo injusto.

Tenía sentido que el caso se hubiera convertido con los años en uno de los preferidos en las clases de psicología y criminología. Los profesores disfrutaban presentándolo, pues dejaba claros los puntos que querían subrayar en relación con cierta clase de asesino y establecía esos puntos sin ambages. Los estudiantes disfrutarían escuchando el caso, porque, como muchos horrores simples, era grotescamente entretenido. Incluso la fuga del asesino en plena noche se convirtió en un plus que daba al caso una actualidad abierta y un atractivo refrescante.

Cuando Gurney cerró la carpeta, descubrió que tenía sentimientos encontrados.

—¿Algún problema?

Levantó la mirada, vio a Madeleine mirándolo a través de la sala, con las agujas de hacer punto apoyadas en el regazo.

Dave negó con la cabeza.

—Probablemente es solo mi mal genio.

Madeleine todavía lo estaba mirando. Dave sabía que su mujer estaba esperando una respuesta mejor.

—El documental de Kim es únicamente sobre el caso del Buen Pastor.

Madeleine frunció el ceño.

—¿Eso no está agotado? Cuando ocurrió no se hablaba de otra cosa en televisión.

—Ella tiene su propio punto de vista. Entonces, se trataba del manifiesto, la caza del asesino y ciertas teorías sobre su pasado hipotético, su posible educación, dónde podría ocultarse, la violencia en el país, la laxitud de las leyes de posesión de armas, bla, bla, bla. Pero Kim se olvida de todo eso y se centra en el daño permanente a las familias de las víctimas, en cómo han cambiado sus vidas.

Madeleine parecía interesada, luego torció el gesto otra vez.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

—No sé, nada en particular. Quizá solo sea cosa mía. Ya te digo que no estoy de muy buen humor.

7. Ahab, el cazador de ballenas

La mañana siguiente, el segundo día de primavera en los Catskills, amaneció fría y tapada. Esporádicos copos de nieve caían de costado al otro lado de la puerta cristalera de los Gurney.

A las 8.00, Kim Corazon llamó para anunciar que había cambio de planes. Ya no se iba a reunir con Jimi Brewster en Barkville por la mañana. Los nuevos planes eran mantener una reunión aquella misma tarde con Larry Sterne en su casa de Stone Ridge, que estaba a unos veinte minutos al sur del embalse Ashokan. El almuerzo de trabajo con Rudy Getz en Ashokan se mantenía.

—¿Alguna razón especial para el cambio?

—Más o menos. Preparé la agenda original antes de saber que podría contar contigo. Pero Larry es más distante que Jimi, por eso prefiero que estés presente cuando me reúna con él. Jimi es un izquierdista muy dogmático, así que participará sin dudarlo: tendrá un programa para atacar el materialismo. En cambio, con Larry no es tan fácil. Parece desilusionado con los medios en general, por el sensacionalismo que rodeó la muerte de una amiga hace años.

—Te das cuenta de que no voy a ayudarte a venderles la moto, ¿verdad?

—¡Por supuesto! Solo quiero que escuches y luego me digas qué opinas. Te recogeré a las once y media, en lugar de a las ocho y media, ¿vale?

—Vale —dijo él sin entusiasmo.

No tenía ninguna objeción clara que hacerle, pero sí cierta sensación pasajera de que algo no encajaba.

Cuando ya iba a guardarse el teléfono móvil en el bolsillo, se le ocurrió que Jack Hardwick no le había devuelto la llamada, así que marcó el número.

Después de solo un tono, una voz rasposa dijo:

—Paciencia, Gurney, paciencia. Estaba a punto de llamarte.

—Hola, Jack.

—Mi mano apenas se ha curado, campeón. ¿Estás preparando otra oportunidad para que pueda recibir otro balazo?

Seis meses antes, en el clímax del caso Perry, una de las tres balas que impactaron en Gurney le atravesó el costado y se alojó en la mano de Hardwick.

—Hola, Jack.

—Hola tu puta madre.

Era la manera rutinaria de empezar cualquier conversación con el investigador jefe Hardwick, de la policía del estado de Nueva York. Ese hombre combativo de ojos azul pálido, mente perspicaz y un temperamento agrio parecía decidido a convertir cualquier comunicación con él en una odisea.

—Te llamo por Kim Corazon.

—¿La pequeña Kimmy? ¿La del trabajo escolar?

—Supongo que puedes llamarlo así. Tiene tu nombre en una lista, como fuente de información del caso del Buen Pastor.

—No jodas. ¿Cómo es que te has cruzado con ella?

—Es una larga historia. Pensaba que quizá podrías darme algo de información.

—¿Por ejemplo?

—Cualquier cosa que no pueda encontrar en Internet.

—¿Chismes pintorescos del caso?

—Si crees que son significativos…

Oyó un silbido al otro lado del hilo telefónico.

—Todavía no me he tomado el café.

Gurney no dijo nada, pues ya sabía lo que iba a venir.

—Bueno, este es el trato —gruñó Hardwick—: me traes un buen café de Sumatra de Abelard’s y a lo mejor me entran ganas de contar detalles significativos.

—¿Los hay?

—¿Quién sabe? Si no recuerdo ninguno, me lo inventaré. Por supuesto, lo que para un hombre es significativo para otro es mierda de caballo. Me tomaré el Sumatra solo con tres azucarillos.

Cuarenta minutos más tarde, con dos cafés largos en el coche, Gurney estaba subiendo por el sinuoso camino de tierra que iba desde Abelard’s, en Dillweed, a un sendero de tierra aún más sinuoso; casi no era un sendero, sino más bien una cañada. Allí vivía Jack Hardwick, en una pequeña casa de labranza alquilada. Gurney aparcó junto al coche de Hardwick, un Pontiac GTO rojo parcialmente restaurado.

Una molesta neblina había sustituido a los escasos e intermitentes copos de nieve. Cuando Gurney pisó las tablas crujientes del porche, con un vaso de café en cada mano, la puerta se abrió y apareció Hardwick en camiseta y con pantalones de chándal recortados, pelo gris corto pero despeinado. Solo se habían visto las caras una vez desde que habían hospitalizado a Gurney, seis meses antes, en una investigación policial sobre el tiroteo. Sin embargo, la bienvenida que le proporcionó Hardwick fue característica.

—¿Cómo coño es que conoces a la pequeña Kimmy?

—Por su madre. —Gurney le tendió uno de los cafés—. ¿Lo quieres?

Hardwick cogió el vaso, abrió la tapa y lo probó.

—¿La mamá está tan buena como la hija?

—Por el amor de Dios, Jack…

—¿Eso es un sí o un no? —Hardwick dio un paso atrás para dejar pasar a Gurney.

La puerta exterior conducía directamente a una gran sala. Gurney esperaba que estuviera amueblada pero no era así. La disposición del par de sillones de piel y de la pila de libros que había entre ellos, allí, sobre el suelo de pino, podía hacer pensar que alguien estaba organizando una mudanza.

Hardwick miró atentamente a Gurney.

—Marcy y yo hemos roto —dijo, como para explicar aquel vacío.

—Lo siento. ¿Quién es Marcy?

—Buena pregunta. Pensaba que lo sabía. Al parecer no era así. —Tomó un sorbo más largo del café—. Debo de tener un punto débil cuando se trata de evaluar a mujeres chifladas con buenas tetas. —Otro sorbo, aún más largo—. Pero, bueno, todos tenemos puntos débiles, ¿verdad, Davey?

Aquel tipo, y eso era lo que más le llamaba la atención de él, le recordaba a su padre, a pesar de que Gurney tenía cuarenta y ocho años, y Hardwick, aunque con el pelo gris y mal aspecto, todavía no había cumplido los cuarenta.

De vez en cuando, Hardwick tocaba la nota precisa de cinismo, el eco perfecto que transportaba otra vez a Gurney al apartamento desde donde había disparado esa flecha inexplicable, al apartamento para el que su primer matrimonio había supuesto una vía de escape.

La imagen que se le apareció ahora: estaba de pie en la pequeña sala de estar del apartamento, con su padre ofreciendo sabiduría de borracho, explicándole que su madre estaba chiflada, diciéndole que todas las mujeres estaban locas y que no se podía confiar en ellas. Mejor no contarles nada: «Tú y yo somos hombres, Davey, nos entendemos el uno al otro. Tu madre está un poco…, un poco ida, no sé si me entiendes. No hace falta que sepa que he estado bebiendo hoy, ¿verdad? Solo causaría problemas. Somos hombres. Podemos hablar entre nosotros».

Él solo tenía ocho años.

Hizo un esfuerzo por volver al presente, a la sala de estar de Hardwick.

—Se llevó la mitad de las cosas de la casa —dijo Hardwick. Dio un sorbo más, se sentó en uno de los sillones y le señaló el otro—. ¿Qué puedo hacer por ti?

Gurney se sentó.

—La madre de Kim es una periodista que conocí hace años, por cosas relacionadas con el trabajo. Me ha pedido un favor, que le guarde las espaldas a Kim, así es como lo dijo. Estoy tratando de averiguar en qué me he metido, pensaba que tal vez podrías ayudarme. Como te he dicho por teléfono, te cita como fuente.

Hardwick miró su café como si fuera un artefacto asombroso.

—¿Quién más está en su lista?

—Un tipo del FBI llamado Trout. Y Max Clinter, el policía que la cagó en la persecución del asesino.

Hardwick dejó escapar un bramido severo que se convirtió en un ataque de tos.

—Vaya. El capullo del siglo y un borracho chiflado. ¡Menuda compañía!

Gurney dio un largo sorbo a su café.

—¿Cuándo vienen los chismes pintorescos y significativos?

Hardwick extendió sus piernas, musculosas y con cicatrices. Apoyó la espalda en el sillón.

—¿Cosas de las que la prensa nunca se enteró?

—Exacto.

—Creo que una cosa serían los animalitos. No sabías nada de eso, ¿no?

—¿Animalitos?

—Pequeñas réplicas de plástico. Parte de un juego. Un elefante. Un león. Una jirafa. Una cebra. Un mono. No me acuerdo del sexto.

—¿Y cómo…?

—Se encontró uno en la escena de cada crimen.

—¿Dónde?

—Cerca del coche de la víctima.

—¿Cerca?

—Sí, como si los hubieran tirado desde el coche del asesino.

—¿El trabajo de laboratorio con esos animales llegó a alguna parte?

—Ni huellas ni nada parecido.

—Pero…

—Pero formaban parte de un juego infantil. Algo llamado «El mundo de Noé». Uno de esos dioramas. Los niños construían un modelo del arca de Noé y luego ponían los animales dentro.

—¿Alguna pista con la distribución, tiendas, variables de fábrica, formas de localizar ese juego en particular?

—Un callejón sin salida. Era un juguete muy popular, de Walmart. Vendieron unos setenta y ocho mil. Todos idénticos, todos hechos en una misma fábrica en Mi Pi Cha.

—¿De dónde?

—En China. ¿Quién coño lo sabe? No importa. Los juegos son todos iguales.

—¿Algunas teorías sobre el significado de esos animales en particular?

—Montones. Chorradas.

Gurney tomó nota mentalmente para volver a sacar la cuestión más adelante.

¿Más adelante cuándo? ¿En qué demonios estaba pensando? Había accedido a guardarle las espaldas a Kim un día más. Guardarle las espaldas, no presentarse voluntario para un trabajo que nadie le había pedido que hiciera.

—Interesante —dijo Gurney—. ¿Alguna otra curiosidad que no se sirviera al consumo público?

—Supongo que podríamos decir que el arma era una curiosidad.

—Recuerdo que las noticias se referían a una pistola de gran calibre.

—Era una Desert Eagle.

—¿El monstruo de calibre cincuenta?

—El mismo.

—Los profilers se centrarían en eso.

—Oh, sí, a lo grande. Pero la curiosidad no era solo el tamaño del arma. De los seis disparos recuperamos dos balas en suficiente buen estado para un análisis balístico, y una tercera que sería de uso marginal en un tribunal, pero sugerente sin duda alguna.

—¿Sugerente por qué?

—Las tres balas procedían de tres Desert Eagle distintas.

—¿Qué?

—Esa fue la reacción que tuvo todo el mundo.

—¿Alguna vez llevó a una hipótesis de múltiples autores?

—Durante unos diez minutos. A Arlo Blatt se le ocurrió una de sus ideas estúpidas: que los disparos podrían ser el ritual iniciático de una banda, y que cada miembro de la banda tenía su propia Desert Eagle. Por supuesto, eso dejaba el pequeño problema del manifiesto, que parecía escrito por un profesor universitario. Y normalmente los miembros de esas bandas ni siquiera saben escribir la palabra «banda». Otra gente tuvo ideas menos estúpidas, pero en última instancia se impuso la teoría del asesino único. Sobre todo después de que la bendijeran los genios de ciencias del comportamiento del FBI. Las escenas de los crímenes eran esencialmente idénticas. Las reconstrucciones de la aproximación, los disparos y la huida eran idénticos. Y después de dar unas cuantas vueltas a su modelo, para los profilers tenía tanto sentido que este tipo usara seis Desert Eagle como para él emplear una sola.

Gurney solo respondió con una expresión afligida. Había tenido experiencias muy distintas con los profilers a lo largo de los años, pero tendía a considerar sus éxitos como consecuencia de aplicar simplemente el sentido común, y sus fracasos, como prueba de la vacuidad de su profesión. El problema con la mayoría de los profilers, sobre todo con los que tenían un punto de la arrogancia del FBI en su ADN, era que pensaban que realmente sabían algo y que sus especulaciones eran científicas.

—En otras palabras —dijo Gurney—, usar seis ridículas pistolas no es más ridículo que usar una pistola ridícula, porque es igualmente ridículo.

Hardwick hizo una mueca.

—Hay una curiosidad final. Los coches de todas las víctimas eran negros.

—Un color popular en Mercedes, ¿no?

—El negro básico constituye un treinta por ciento de la producción total de los modelos implicados, con un tres por ciento más si contamos una variante metalizada del negro. Así pues, un tercio, un treinta y tres por ciento. Si seguimos esta regla, se podría deducir que solo dos de los seis vehículos atacados debían ser negros, a menos que el color negro formara parte del criterio de selección del asesino.

—¿Por qué el color iba a ser un factor?

Hardwick se encogió de hombros, inclinando la taza y vaciando la última gota de café en su boca.

—Otra buena pregunta.

Se sentaron en silencio durante un minuto. Gurney estaba tratando de conectar las curiosidades de alguna manera que pudiera explicarlas todas, pero enseguida renunció. Sabía que necesitaba conocer muchas más cosas antes de que esos detalles aleatorios pudieran juntarse en un patrón.

—Háblame de lo que sabes de Max Clinter.

—Maxie es un tipo especial, peculiar.

—¿En qué sentido?

—Tiene una historia. —Hardwick tenía una expresión reflexiva, luego soltó una risa rasposa—. Me encantaría veros juntos. Sherlock, el genio de la lógica, se encuentra con Ahab, el cazador de ballenas.

—¿Y la ballena en cuestión sería…?

—La ballena sería el Buen Pastor. Maxie siempre tuvo tendencia a clavar los dientes en algo y no soltarlo, pero después del pequeño traspiés que terminó con su carrera se convirtió en la definición andante de lo que puede ser una determinación loca. Atrapar al Buen Pastor no era el principal propósito de su vida, era su único propósito. —Hardwick miró a Gurney de soslayo y acompañó la mirada con otra carcajada—. Asistir a una conversación entre Ahab y tú sería de lo más divertido.

—Jack, ¿alguna vez te ha dicho alguien que tu risa suena como la cisterna de un váter?

—Nadie que me estuviera pidiendo un favor. —Hardwick se levantó de su silla, blandiendo su vaso de café vacío—. Es un milagro la facilidad con la que el cuerpo humano convierte esto en pis. —Salió de la habitación.

Volvió al cabo de un par de minutos y, apoyado en el brazo del sillón, habló como si no hubiera habido interrupción alguna.

—Si quieres conocer a Maxie, el mejor punto de partida es el famoso incidente con la mafia de Buffalo.

—¿Famoso?

—Famoso en nuestro pequeño mundo del estado. Los capullos importantes de la Gran Manzana como tú probablemente nunca habéis oído hablar de ello.

—¿Qué ocurrió?

—Había un tipo de la mafia en Buffalo llamado Frankie Gold. El tipo en cuestión se había encargado de que el mercado de la heroína al oeste de Nueva York resurgiera. Todo el mundo lo sabía, pero Frankie era listo y cuidadoso, y lo protegían unos cuantos políticos de mierda. Todo aquello a Maxie le empezó a obsesionar. Quería interrogar a Frankie, aunque no encontraba nada concreto con que acusarlo. Decidió acelerar las cosas «forzando al cabrón a cometer un error». Bueno, eso fue lo último que le dijo a su mujer antes de dirigirse a un restaurante donde se sabía que uno podía encontrarse con la gente de Frankie, en un edificio que era de su propiedad.

Gurney pensó que «forzar al cabrón a cometer un error» era un objetivo difícil. Él mismo lo había hecho bastantes veces, salvo que él lo llamaba «poner al sospechoso bajo presión para observar sus reacciones».

—Maxie entra en el restaurante vestido y actuando como un matón —continuó Hardwick—. Va directo a la sala de atrás donde se reunía el grupo de Frankie, cuando no estaban ocupados rompiendo cabezas. Hay dos listillos en la sala, comiendo lingüine en salsa de almejas. Maxie camina hacia ellos, saca una pistola y una pequeña cámara de usar y tirar. Les dice a los tipos que elijan: puede sacarles una foto después de volarles los sesos o haciéndose una mamada el uno al otro. Depende de ellos. Es su elección. Diez segundos para decidir. O cogen la polla del otro, o su cerebro termina en la pared. Diez… nueve… ocho… siete… seis…

Hardwick se inclinó hacia Gurney con un brillo en la mirada, aparentemente cautivado por los sucesos que estaba contando.

—Pero Maxie está cerca de ellos, demasiado cerca, y uno de los tipos le quita la pistola. Maxie retrocede y cae de culo. Los tipos están a punto de pegarle una paliza, pero Maxie de repente abandona la rutina del matón y empieza a gritar que no es lo que pretendía ser, que solo es un actor. Dice que alguien se lo había pedido y que nadie iba a resultar herido, porque la pistola ni siquiera es real, es falsa. Está casi llorando. Los tipos verifican la pistola. Cierto, es falsa. Entonces quieren saber qué coño está pasando, quién lo ha enviado, etcétera. Maxie asegura que no lo sabe, pero que tenía que reunirse con el tipo al día siguiente para devolverle la cámara con las fotos de la mamada y cobrar cinco mil dólares por las molestias. Uno de los tipos sale a una cabina de la calle; fue antes de que hubiera móviles. Cuando vuelve, le dice que van a llevarlo arriba porque el señor Gold está disgustado. Maxie pone cara de que está a punto de cagarse encima; ruega que, por favor, lo suelten. Pero se lo llevan arriba. Arriba es una oficina fortificada. Puertas de acero, cerrojos, cámaras. Seguridad a lo grande. Frankie Gold está allí con otros dos tipos. Cuando meten a Maxie en el sancta sanctorum, Frankie le dedica una mirada larga y dura. Luego una sonrisa desagradable, como si acabara de ocurrírsele una gran idea. «Quítate la ropa», le dice. Maxie empieza a gemir como un bebé. Frankie dice: «Quítate la ropa y dame la puta cámara». Maxie le da la cámara, retrocede hacia la pared como si estuviera tratando de alejarse lo más posible de esos tipos. Se quita la chaqueta y la camisa; luego, se baja los pantalones. Pero todavía lleva los zapatos. Así que se sienta en el suelo y empieza a quitarse los pantalones, pero se le enganchan en torno a los tobillos. Frankie le dice que se dé prisa. Los cuatro matones de Frankie están sonriendo. De repente, las manos de Maxie salen de los pantalones que tiene en torno a los tobillos: en cada mano empuña una pequeña Sig de calibre treinta y ocho. —Hardwick hizo una pausa teatral—. ¿Qué opinas de eso?

Lo primero en lo que pensó fue en su propia Beretta.

Luego pensó en Clinter. Aunque el hombre apostaba alto y probablemente estaba loco, sabía cómo crear una narrativa por capas y cómo manejarla bajo presión. Sabía manipular a gente despiadada e impulsiva, cómo hacerles llegar a las conclusiones a las que él quería que llegaran. En una misión camuflada —o para un mago— esas eran las cualidades más valiosas. Pero Gurney sentía algo acechando en la periferia de la historia, algo que presagiaba un final desagradable.

Hardwick continuó:

—Lo que ocurrió a continuación fue objeto de una profunda investigación del FBI; sin embargo, para el análisis final, en realidad solo contaban con la palabra de Max. Dijo simplemente que creía que su vida estaba en peligro inminente y que actuó con la fuerza apropiada, teniendo en cuenta las circunstancias. En resumen: dejó a cinco mafiosos muertos en esa oficina y salió sin un rasguño. Desde ese día hasta una noche cinco años después en que lo tiró todo por la borda, Max Clinter tuvo un aura de invencibilidad.

—¿Sabes qué hace ahora, cómo se gana la vida?

Hardwick esbozó una mueca.

—Sí. Vende armas. Armas raras. Coleccionables. Rollo militar. Quizás incluso algunas Desert Eagle.

8. El complicado proyecto de Kim Corazon

Cuando Gurney regresó de la casa de Hardwick en Dillweed, a las once y cuarto, Kim había aparcado su Miata junto a la puerta lateral. Al aparcar al lado, ella apartó su teléfono y bajó la ventanilla.

—Iba a telefonearte. He llamado a la puerta y nadie ha abierto.

—Llegas pronto.

—Siempre llego pronto. No soporto llegar tarde. Es como una fobia. Podemos ir tirando hacia la casa de Rudy Getz, a menos que tengas cosas que hacer antes.

—Tardaré un minuto. —Entró en la casa y usó el cuarto de baño. Comprobó en su portátil que no había recibido ningún nuevo correo electrónico. Todo lo que había era para Madeleine.

Cuando volvió a salir, le sorprendió el olor a tierra húmeda del aire. Aquel aroma terroso evocó a su vez la imagen de la flecha en el lecho de flores: plumas rojas, astil negro, clavada en el suelo marrón oscuro. Su mirada se dirigió al lugar, medio esperando…

Pero allí no había nada.

«Por supuesto que no. ¿Por qué iba a haberlo? ¿Qué demonios me pasa?»

Caminó hasta el Miata y se acomodó en el asiento del pasajero, situado muy bajo. Kim condujo dando saltos por el prado, más allá del granero y del estanque, hacia el camino de tierra y grava que seguía el curso del arroyo montaña abajo. Cuando se estaban dirigiendo al este por la carretera del condado, Gurney preguntó:

—¿Algún nuevo problema desde ayer?

Ella esbozó una mueca.

—Creo que estoy demasiado nerviosa. Puede que sea lo que los psiquiatras llaman hipervigilancia.

—¿Te refieres a comprobar constantemente si corres peligro?

—Comprobarlo constantemente y hacerlo de una forma tan obsesiva que todo parece una amenaza. Es como tener una alarma de incendios tan sensible que se dispara cada vez que usas la tostadora. Es como, ¿de verdad he dejado el boli en esa mesa? ¿No había lavado ya ese tenedor? ¿Esa planta no estaba cinco centímetros más a la izquierda? Cosas así. Como anoche. Salí durante una hora y cuando volví la luz del cuarto de baño estaba encendida.

—¿Estás segura de que la apagaste antes de salir?

—Siempre la apago. Pero eso no es todo. Creí oler el rastro de la horrible colonia de Robby. Así pues, empecé a recorrer el apartamento, olisqueando por todas partes, y por un segundo me pareció que podía olerlo otra vez. —Suspiró con exasperación—. ¿Ves lo que quiero decir? Estoy perdiendo los nervios. Alguna gente empieza a ver cosas. Yo estoy oliendo cosas.

Kim condujo durante varios kilómetros en silencio. La niebla había aparecido otra vez. Puso en marcha los limpiaparabrisas. Al final de cada arco emitían un sonido chirriante, pero la chica parecía ajena a ello.

Gurney la estaba estudiando. Su ropa era pulcra, apagada; sus rasgos, regulares; sus ojos, oscuros; su boca, preciosa. El cabello era de un castaño lustroso. Su piel clara tenía un atisbo de moreno mediterráneo. Era una mujer joven y hermosa, llena de ideas y de ambición, nada presumida. Y era lista. A Gurney esa era la parte que más le gustaba. Sin embargo, tenía curiosidad por saber cómo una chica tan lista podía haberse enredado con alguien tan turbulento como aquel Robby.

—Háblame un poco más de ese Meese.

Empezaba a pensar que ella no lo había oído cuando, por fin, le respondió.

—Como te conté, anduvo por varias casas de acogida, después de vivir una vida familiar muy complicada. A lo mejor alguna gente sale bien de eso, pero la mayoría no. Nunca supe los detalles. Solo sabía que me parecía un chico diferente. Profundo. Quizás, incluso, un poco peligroso. —Vaciló—. Creo que la otra cosa que lo hacía atractivo era que Connie lo odiaba.

—¿Eso hizo que te gustara?

—Creo que el motivo por el que ella lo odiaba era la razón por la que a mí me gustaba: a las dos nos recordaba a papá. Mi padre era un poco errático, tenía antecedentes de locura.

«Mi padre.» De vez en cuando esas palabras hacían que Gurney se pusiera triste. En gran medida, sus sentimientos acerca de su padre eran conflictivos y reprimidos. Lo mismo ocurría con lo que pensaba de sí mismo como padre: el padre de dos hijos, uno vivo y otro muerto. Intentó concentrarse en algún otro aspecto del proyecto de Kim para deshacerse de aquella sensación.

—Por teléfono empezaste a hablarme de tu contacto con Max Clinter, dijiste que te parecía extraño. Creo que esa es la palabra que usaste.

—Muy intenso. En realidad, más que muy intenso.

—¿Sí?

—Mucho más. Sonó paranoico.

—¿Qué te hizo pensar eso?

—La expresión de sus ojos. Esa expresión de «conozco secretos terribles». No dejaba de decir que no sabía en qué me estaba metiendo, que estaba jugándome la vida, que el Buen Pastor era pura maldad.

—Parece que te sacó de quicio.

—Sí. «Pura maldad» suena a cliché, pero él hizo que sonara real.

Después de unos pocos kilómetros, el GPS de Kim los hizo salir de la carretera 28, en Boiceville. Circularon junto a un tempestuoso torrente de aguas blancas, cargado por la nieve fundida, hasta que llegaron a Mountainside Drive, una carretera empinada con muchos cambios de rasante que atravesaba un bosque de perennifolios. Eso los llevó a Falcon’s Nest Lane. Los carteles que indicaban la dirección estaban situados a la entrada de senderos que conducían a casas protegidas de las miradas de extraños por gruesos árboles de hoja perenne o paredes de piedra altas. Gurney calculó que la distancia entre senderos era de al menos ochocientos metros entre vecino y vecino. El último número de la calle era el doce, grabado en letra cursiva en una placa de bronce fijada a una de las columnas de piedra que enmarcaban la entrada del sendero. Encima de cada una de las columnas había una piedra redonda del tamaño de un balón de baloncesto. En lo alto de cada una de ellas, se podía ver un águila esculpida en piedra con las alas separadas agresivamente y las garras extendidas.

Kim giró por el elegante sendero de adoquines y circuló poco a poco hacia un túnel virtual formado por enormes rododendros. Luego el túnel se abrió, el sendero se ensanchó y se encontraron delante de la casa de Rudy Getz, una construcción inclinada de cristal y cemento, de aspecto muy poco hogareño.

—Aquí es —dijo Kim, visiblemente nerviosa, al detenerse delante de una escalera en voladizo que conducía a una puerta metálica.

Salieron del coche, subieron los escalones y ya estaban a punto de llamar cuando se abrió la puerta. El hombre que los recibió era bajo y fornido, de piel pálida, cabello gris y con entradas y párpados caídos. Iba vestido con camiseta y vaqueros negros, y con una chaqueta de sport blanco roto. Sostenía una bebida incolora en un vaso de cristal grueso. A Gurney le recordó a un productor de películas porno.

—Eh, me alegro de verte —le dijo a Kim con la cordialidad de un lagarto somnoliento. Miró a Gurney y su boca se extendió en una mueca sin emoción—. Usted debe de ser el famoso detective asesor. Un placer. Adelante. —Retrocedió, haciendo un gesto hacia la casa con el vaso. Entrecerró los ojos al mirar el cielo gris—. Puto mal tiempo.

Gurney buscaba en el rostro de Getz algo que le indicara que aquel comentario pudiera ser humorístico, pero al final concluyó que no era así.

El interior de la casa era tan agresivamente moderno y angular como el exterior: sobre todo cuero, metal, cristal, colores fríos y suelos de roble blanco.

—¿Qué quiere tomar, detective?

—Nada.

—Nada. Bien. ¿Y para ti, señorita Corazon? —Dio al nombre un exagerado acento español, que combinado con su sonrisa era como una caricia lasciva.

—¿Un poco de agua?

—Agua. —Asintió, repitiendo la palabra como si fuera un comentario interesante más que una petición—. Bueno, adelante, vamos a sentarnos. —Hizo un gesto con el vaso hacia la zona de asientos situada enfrente de una ventana del tamaño de una catedral.

Mientras Getz hablaba, una chica joven con un vestido negro de bailarina pasó deslizándose por la enorme sala sobre unos patines inquietantemente silenciosos y desapareció por la puerta del fondo.

Getz los condujo hacia un conjunto de sillas de aluminio pulido situadas en torno a una mesa de café ovalada, de metacrilato. Ensanchó la boca en una expresión similar a una sonrisa, una sonrisa sorprendente, pues carecía de cualquier atisbo de afabilidad.

Después de que se sentaran ante la mesa baja, la patinadora volvió a entrar en la sala y desapareció por el otro lado.

—Claudia —anunció Getz con un guiño, como si revelara un secreto—. Guapa, ¿eh?

—¿Quién es? —preguntó Kim, que parecía desconcertada por la exhibición.

—Mi sobrina. Se queda un tiempo. Le gusta patinar. —Hizo una pausa—. Pero hemos venido a trabajar, ¿no? —La sonrisa se evaporó como si ya hubiera pasado el momento de charlar—. Bueno, bueno, tengo una gran noticia para ti. Los huérfanos del crimen ha conseguido una buena audiencia.

Kim parecía más perpleja que complacida.

—¿Qué? Pero ¿cómo…?

Getz la interrumpió.

—Tenemos un sistema propio para evaluar los conceptos de programa. Creamos un resumen significativo del programa, lo exponemos a través de podcasts a una muestra representativa de la audiencia y obtenemos reacciones en línea y en tiempo real. Resulta ser superpredictivo.

—Pero ¿qué material usaste? ¿Mis entrevistas con Ruth y Jimi?

—Fragmentos. Fragmentos representativos. Además de un poco de información adicional para establecer la escena.

—Pero esas entrevistas se grabaron con cámaras de aficionado. No estaban concebidas para…

Getz se inclinó por encima de la mesa hacia Kim.

—De hecho, ese aspecto «aficionado» resulta perfecto en este caso. En ocasiones, el aspecto de valor de producción cero es ideal. Expresa sinceridad. Igual que tu personalidad. Honrada. Abierta. Joven. Inocente. Mira, eso es otra cosa que nos dijo el test de audiencia. No debería contarte esto, pero lo haré. Quiero que confíes en mí. Te adoran. Te adoran como a la que más. Creo que tenemos un buen futuro ante nosotros. ¿Qué opinas de eso?

Kim tenía los ojos como platos y la boca abierta.

—No lo sé. O sea…, ¿solo han visto un fragmento de una entrevista?

—Envuelta en una pequeña explicación, para darle cierta perspectiva, como haremos en el programa real. Por si te interesa, el podcast constituye un programa de una hora, compuesto de cuatro temas de trece minutos cada uno. Aparte del tuyo, incluimos otros tres programas que estamos evaluando. Se llama Ponlo o tíralo. Alguna gente opina que es un tanto excesivo. Pero hay una buena razón para ello. Es visceral. —Getz pronunció la palabra con una intensidad confidencial, casi reverencial—. ¿Quieres conocer el verdadero secreto de RAM News? Pues es ese: es visceral. En los viejos tiempos, las cadenas pensaban que las noticias eran noticias y que el entretenimiento era entretenimiento. Por eso sus programas de noticias perdían dinero. Estaban sentados en una mina de oro y no lo sabían. Pensaban que las noticias eran hechos puros, presentados de la manera más aburrida posible. —Getz negó con la cabeza, como si lamentara la ineptitud del género humano.

Gurney sonrió.

—Obviamente, se equivocaron.

Getz lo señaló con un dedo, como un profesor que quiere que todos se fijen en un estudiante brillante.

—¡Obviamente! Las noticias son vida. La vida es emoción. La emoción es visceral. Drama, sangre, triunfo, lágrimas. No se trata de un capullo almidonado leyendo hechos y cifras escuetos. Se trata de conflicto. Se trata de que te jodan… No, jódete tú. ¿A quién coño le estás diciendo que se joda? Bam, bam, bam. Perdón por mi lenguaje, pero ¿entiende lo que estoy diciendo?

—Cristalinamente —dijo Gurney en voz baja.

—Bueno, así es como llamamos al programa donde probamos nuestras ideas, Ponlo o tíralo. Porque es lo que le gusta a la gente. Elecciones simples. Poder. Como el emperador que mira desde arriba al gladiador. Pulgar hacia arriba, vive. Pulgar hacia abajo, muere. A la gente le encanta el blanco o negro. El gris le da dolor de cabeza. Los matices le provocan náuseas.

Kim parpadeó, tragó saliva.

—Y… ¿Los huérfanos del crimen… tuvo pulgar hacia arriba?

—Arriba, bien arriba.

Kim empezó a formular otra pregunta, pero Getz la cortó, para continuar con su discurso.

—Arriba. Personalmente, es algo que me resulta gratificante. Es el círculo completo del karma. Porque fue nuestra cobertura de la serie de asesinatos del Buen Pastor lo que catapultó a RAM News a lo más alto. Es nuestro territorio. La idea de volver a ello ahora, justo diez años después, es perfecta. ¡Lo siento en los huesos! Ahora, ¿qué tal una comida fantástica?

Como si ese fuera el pie para reaparecer en escena, Claudia volvió a entrar en la sala patinando, haciendo equilibrio con una gran bandeja que colocó sobre la mesa de café. Su pelo levantado con gel, que Gurney había tomado en un principio por negro, era azul oscuro, de un tono un poco más oscuro que sus ojos, que le sostuvieron momentáneamente la mirada con inquietante franqueza. No parecía siquiera haber cumplido los veinte años. Claudia hizo una pirueta sobre una rueda y cruzó lánguidamente la sala, volviéndose a mirar una vez más antes de perderse de vista patinando.

Había tres platos en la bandeja, cada uno de ellos con un elaborado y bien presentado surtido de sushi. Los colores eran hermosos; las formas, complicadas. Gurney no conocía ninguno de los ingredientes, y aparentemente Kim tampoco, porque parecía estar examinándolos.

—Otra obra maestra de Toshiro —dijo Getz.

—¿Quién es Toshiro? —preguntó Kim.

Los ojos de Getz brillaron.

—Es el premio que robé de un famoso restaurante de sushi de Nueva York. —Cogió uno de los trozos más pequeños y brillantes del plato que tenía delante y se lo metió en la boca.

Gurney lo imitó. Era inidentificable, pero sorprendentemente delicioso.

Kim, que parecía haber estado haciendo acopio de valor, probó un trozo y se relajó visiblemente después de unos segundos de masticar.

—Buenísimo —dijo—. ¿Así que ahora es tu chef personal?

—Una de las recompensas.

—Ha de ser muy bueno en lo que hace —dijo Gurney.

—Soy muy bueno reconociendo a la gente con la que me relaciono. —Getz hizo una pausa, luego añadió como si acabara de ocurrírsele la idea—: Mi talento es la capacidad de reconocer el talento.

Gurney asintió de manera anodina, intrigado por el descarado engreimiento del hombre.

Kim parecía ansiosa por desplazar la conversación otra vez hacia su programa de televisión.

—Me estaba preguntando si… ¿has aprendido algo, a raíz de lo que nos has contado de Ponlo o tíralo, que deba tener en cuenta para el resto de las entrevistas?

Getz le clavó una mirada sagaz.

—Sigue haciendo lo que estabas haciendo. Tienes ese punto inocente natural. No lo pienses demasiado. Al menos por ahora. A largo plazo huelo una oportunidad de que la cosa vaya a más y una oportunidad de hacer un spin-off. El concepto de Huérfanos tiene un fuerte atractivo emocional. Tiene piernas que lo llevan más allá de las familias de las seis víctimas del Buen Pastor. Podría aplicarse por lógica a las familias de otras víctimas de homicidio. Podría convertirse en una serie fácilmente, así que quizá podamos seguir con ello. Pero también conduce a un segundo concepto: aquello que no está resuelto. Ahora mismo tenemos las dos cosas entremezcladas. Contamos con el dolor de las familias, ¿sí? Pero también tenemos al asesino huido, la falta de cierre. Así que estoy pensando que si Huérfanos se queda sin gasolina, podemos cambiar algo el enfoque. Estoy dándole vueltas a la idea de un spin-off. Un nuevo programa en el que nos podemos centrar en otra injusticia relacionada con los crímenes sin resolver, esa injusticia permanente: A falta de justicia.

Getz se recostó en la silla, observando cómo asimilaba Kim su idea.

La chica parecía indecisa.

—Eso… supongo que podría funcionar.

Getz se inclinó hacia delante.

—Mira, sé de dónde procedes: el ángulo emocional, el dolor, el sufrimiento, la pérdida. Solo es una cuestión de ajustar el equilibrio. En la primera serie podemos hacer hincapié en el dolor y la pérdida. En la segunda, en los crímenes sin resolver. Y ahora acabo de tener una idea. Se me acaba de ocurrir al mirar a este hombre que tenemos aquí. —Señaló a Gurney con un brillo en los ojos de párpados caídos—. Vamos a ver, solo estoy pensando en voz alta, pero… ¿qué tal ser el nuevo gran equipo de realities del país?

Kim parpadeó. Parecía, al mismo tiempo, excitada y desconcertada.

—Veo que aquí tenemos una química dramática natural —prosiguió—. Un conflicto de personalidad jugoso. La chica sensible a la que le preocupan las víctimas, su dolor, que vive una relación de amor-odio con el policía de ojos acerados al que solo le importa detener al culpable, cerrar el caso. Tiene vida. ¡Es visceral!

9. Un huérfano reticente

—¿En qué estás pensando? —preguntó Kim, que miró nerviosamente a Gurney al tiempo que reajustaba la velocidad del limpiaparabrisas.

Acababan de cruzar la carretera elevada del embalse Ashokan y se dirigían al sur, hacia Stone Ridge. Eran poco más de las dos. La tarde seguía gris y se levantaba algo de neblina.

—Pareces enfadado —añadió Kim.

—Escuchar a tu socio me ha recordado cómo manejó RAM el caso del Buen Pastor. Estoy seguro de que no lo recuerdas. No creo que vieras mucho las noticias a los trece años.

Ella parpadeó y miró hacia delante, a la carretera mojada.

—¿Cómo lo cubrieron?

—Miedo recalentado, veinticuatro horas al día, siete días a la semana. No dejaron de ponerle diferentes nombres al asesino (el Loco del Mercedes, el Loco de Medianoche, el Asesino de Medianoche) hasta que envió su manifiesto a los medios con el nombre del Buen Pastor. Después de eso lo llamaron así. RAM se concentró en el mensaje contra la codicia del manifiesto y empezó a extender el pánico diciendo que los crímenes eran el inicio de algún tipo de revolución, una campaña de guerrilla socialista contra Estados Unidos, contra el capitalismo. Era descabellado. Veinticuatro horas al día tenían a su presentador hablando con «expertos» que deliraban sobre las posibilidades horribles, las cosas que podrían pasar, las conspiraciones que podría haber detrás de todo ello. Tenían «consultores de seguridad» que afirmaban que era el momento de que todos los estadounidenses se armaran: una pistola en la casa, una pistola en el coche, una pistola en el bolsillo. Había llegado la hora de dejar de mimar a los criminales antiestadounidenses. La hora de poner fin a los derechos del criminal. RAM continuó incluso después de que terminaran los asesinatos. Continuaron hablando de guerra de clases; dijeron que había desaparecido, pero que seguro que reaparecería de algún modo horrendo. Siguieron tocando ese tambor durante un año y medio. La misión última de RAM estaba clara: generar un máximo de rabia y un máximo de pánico al servicio de las cifras de audiencia y los ingresos publicitarios. Lo triste es que funcionó. La cobertura de RAM del caso del Buen Pastor creó el modelo definitivo de televisión basura para las cadenas de noticias por cable: debates absurdos, amplificación del conflicto, horribles teorías de la conspiración, glorificación del escándalo, explicaciones basadas en la culpa para todo. Y a Rudy Getz le encantó ponerse la medalla por eso.

Las manos de Kim se aferraban con fuerza al volante.

—¿Lo que estás diciendo es que no es alguien con quien debería tratar?

—No estoy diciendo nada de Getz que no fuera obvio en la reunión que hemos tenido.

—Si tú estuvieras en mi posición, ¿tratarías con él?

—Eres lo bastante lista para saber que es una pregunta absurda.

—No, no lo es. Solo imagina que estás en la misma situación que yo.

—Me estás preguntando qué clase de decisión tomaría si no fuese yo, con mi historia, mis sentimientos, mis ideas, mi familia, mis prioridades, mi vida. ¿No lo ves? No puedo ponerme en tu lugar. Es absurdo.

Ella parpadeó, perpleja.

—¿Por qué estás tan enfadado?

Aquello pilló a Gurney a contrapié. Kim tenía razón. Estaba enfadado. Sería fácil responder que reptiles amorales como Getz le ponían de mal humor; que el hecho de que los medios de comunicación hubieran pasado de ser fuentes de información relativamente inofensivas a ser máquinas cínicas de polarización lo enfadaba; que convertir el asesinato de un ser humano en un reality televisivo lo enojaba. Pero se conocía lo suficiente a sí mismo para saber que había algo más en su interior.

Un hombre sabio le había dicho en cierta ocasión: «La rabia es como una boya en la superficie del agua. Lo que crees que te enfada es solo la punta del problema. Has de seguir la cadena hasta abajo para ver a qué está enganchada, qué la mantiene en su lugar».

Decidió seguir la cadena. Se volvió hacia Kim.

—¿Por qué me has llevado a esa reunión?

—Ya te lo expliqué.

—¿Quieres decir que estaba allí para cubrirte las espaldas? ¿Para observar?

—Y para darme tu perspectiva de lo que viste y de cómo manejo las cosas.

—No puedo evaluar tu actuación si no sé cuál era tu objetivo.

—No tenía un objetivo.

—¿En serio?

Kim se volvió hacia él.

—¿Me estás llamando mentirosa?

—Mira la carretera. —Su voz era severa, de padre.

Cuando ella volvió a mirar la carretera, Gurney continuó: —¿Cómo es que Rudy Getz no sabía que solo me has contratado para un día? ¿Cómo es que cree que estoy más implicado en esto de lo que realmente estoy?

—No lo sé. No es por nada que le haya dicho. —Apretó los labios.

Gurney tuvo la impresión de que estaba tratando de no llorar.

—Quiero conocer la historia completa —dijo con calma—. Quiero saber por qué estoy aquí.

Ella asintió de manera casi imperceptible, pero pasó al menos otro minuto antes de que contestara.

—Después de que mi director de tesis presentara mi propuesta a Getz, las cosas empezaron a acelerarse. Nunca pensé que la aceptara; cuando lo hizo, me asusté. Me habían ofrecido algo enorme y no quería que me lo quitaran. Supuse que la gente de RAM se despertaría de repente y se diría: «Es solo una chica de veintitrés años. ¿Qué sabe de casos de homicidios? ¿Qué sabe de nada?». Connie y yo pensamos que si se implicaba a alguien con experiencia todo sería más sólido. Pensamos en ti. Connie dijo que nadie sabe más que tú del crimen. El artículo que escribió sobre ti te había hecho un poco famoso. Así que serías perfecto.

—¿Le enseñaste el artículo a Getz?

—Cuando lo llamé ayer para decirle que habías accedido a ayudarme, creo que se emocionó.

—¿Y Robert Meese?

—¿Qué pasa con él?

—¿También esperabas que te ayudara a tratar con él?

—Quizá. Puede que asuste más de lo que admití.

La experiencia de Gurney como policía le había enseñado que el engaño se presenta envuelto de diversos modos: de manera elaborada, o apresuradamente. Sin embargo, hay cierta desnudez en la verdad. Más allá de lo compleja que la vida pueda parecer, la verdad suele ser bastante simple. Y en ese momento percibió la simplicidad en la voz de Kim, cosa que le hizo sonreír.

—Así que se supone que soy tu asesor experto en crimen, un detective célebre que proporciona credibilidad, un invitado a un reality, un guardaespaldas contra un acosador. ¿Algo más?

Ella vaciló.

—Estoy quedando como una idiota manipuladora, y debería confesar otra esperanza oculta; esperaba que tu presencia en la reunión con Larry Sterne pudiera convencerlo para participar.

—¿Por qué?

—No suena muy bien, pero estaba pensando que como fuiste un famoso detective de homicidios, él podría creer que la caza del asesino se está reactivando. Tal vez albergar nuevas esperanzas de que se atrape al asesino podría convencerlo de participar.

—Así que se supone que también soy tu especialista en los casos abiertos relacionados con el Buen Pastor.

Ella suspiró.

—¿Es una estupidez?

Gurney no respondió. Kim no insistió.

Del cielo encapotado procedía el sonido vibrante y pesado de un helicóptero, que fue haciéndose más débil hasta desaparecer.

En contraste con las águilas dramáticas que aparecían en el de Rudy Getz, el sendero que llevaba a la propiedad de Larry Sterne estaba marcado por un buzón normal y corriente junto a una abertura en el muro bajo de piedra. La casa, una de las edificaciones de piedra del siglo XVIII propias de la zona, se alzaba retirada unos sesenta metros del camino, tras una extensión de césped. Kim aparcó el Miata delante de un garaje separado.

La puerta delantera de la casa estaba abierta cuando llegaron. El hombre que se hallaba al otro lado del umbral era de constitución y estatura medias. Parecía tener alrededor de cuarenta años. Iba vestido con una camisa de golf, un cárdigan arrugado, pantalones sueltos y zapatos de aspecto caro, todo en tonos color habano que se mezclaban a la perfección con su cabello castaño.

Según Gurney recordaba de la información de la carpeta azul de Kim, Larry Sterne era un dentista de alto standing, como su padre, una de las víctimas del Buen Pastor. De hecho, Larry había heredado la clínica que ahora regía.

—Kim —dijo sonriente—, me alegro de verla otra vez. ¿Usted será el detective Gurney?

—Retirado —enfatizó Gurney.

Sterne asintió de manera agradable, como si estuviera feliz con la distinción.

—Entren, nos podemos sentar en esta misma habitación. —Al tiempo que hablaba los condujo a una sala con el suelo de tablas anchas y decorada con muebles antiguos de buen gusto—. No pretendo ser rudo, Kim, pero hoy no tengo mucho tiempo, así que espero que podamos ir al grano.

Se sentaron en unos sillones orejeros dispuestos en torno a una alfombra circular, delante de una chimenea. Las brasas de carbón, restos de un fuego casi extinguido, daban a la habitación un ambiente agradablemente templado.

—Sé qué piensa sobre RAM News —dijo Kim con gran sinceridad—, pero sentía que era importante intentar convencerlo.

Sterne sonrió pacientemente. Habló como si se dirigiera a un niño.

—Siempre estoy dispuesto a escucharla. Espero que usted esté igualmente dispuesta a escucharme a mí.

A Gurney su tono de voz suave le resultó familiar, aunque no sabía por qué.

—Por supuesto —dijo Kim, sin mucha convicción.

Sterne se inclinó un poco hacia delante, para mostrar sus buenos modales.

—Usted primero.

—De acuerdo. Número uno: seré la responsable de dar forma y estilo a la serie y de la edición final. Así que no tendrá que tratar con ninguna corporación mediática sin rostro. Yo conduciré las entrevistas, haré las preguntas. Número dos: los hijos de las víctimas (personas como usted) proporcionarán el noventa y cinco por ciento del contenido. Solo se trata de sus respuestas a mis preguntas. La serie se basará casi por completo en sus propias palabras. Número tres: no tengo ningún interés personal en nada salvo en la verdad, el verdadero impacto del asesinato en una familia. Número cuatro: RAM News podría tener sus propios intereses corporativos, pero en este caso son solo la sede, solo el canal de comunicaciones. Son el medio. Usted es el mensaje.

Sterne sonrió pacientemente. —Muy elocuente, Kim. No obstante, mis preocupaciones no han desaparecido. Si me permite, yo también le puedo exponer mis objeciones en una serie de puntos. Número uno: RAM no es una buena cadena. Está a la vanguardia de todo lo que está mal en los medios hoy en día. Se ha convertido en el megáfono de los sentimientos más desagradables y perniciosos de la sociedad. Glorifican la agresividad y hacen virtud de la ignorancia. Su prioridad, Kim, podría ser expresar la verdad, pero no es la de ellos. Número dos: tienen más experiencia en manipular a

gente como usted de la que usted tiene en tratar con gente como ellos. No existe una oportunidad realista de que mantenga el control sobre la serie. Sé que está pidiendo a los participantes que firmen contratos de exclusividad, pero no me sorprendería que RAM encontrara alguna forma de soslayarlo. Número tres: aunque RAM no tuviera un plan envenenado, seguiría aconsejándole que renunciara a su proyecto. Tiene una premisa interesante, pero también tiene el potencial de generar mucho dolor. El precio del proyecto supera al de la recompensa. Tiene buenas intenciones, Kim, pero las buenas intenciones pueden crear sufrimiento, sobre todo cuando se hacen públicos sentimientos privados. Número cuatro: mi experiencia continúa siendo, después de todos estos años, una prueba vívida de todo lo que estoy diciendo. He aludido a esto antes, Kim, pero quizá podría ser más específico. Hace diecinueve años, cuando estaba en la escuela de odontología, asesinaron a una amiga mía de otra universidad. Recuerdo que la cobertura de los medios fue histérica, frívola, barata, completamente repugnante. Y repugnantemente típica. Lo triste es que el negocio mediático, tal como se concibe hoy en día, favorece la producción de basura. El mercado de la basura es más grande que el mercado del comentario sensato e inteligente. Esa es simplemente la naturaleza del negocio y del público. Es el abecé de la economía de los medios.

Kim y Sterne siguieron dándole vueltas unas cuantas veces más, cada uno de ellos ciñéndose a las ideas que ya habían expresado, aunque, eso sí, la cordialidad en su diálogo disimulaba un tanto su desacuerdo. Finalmente, Sterne miró el reloj y se disculpó por no poder seguir conversando.

—¿Va desde aquí a su clínica en la ciudad? —preguntó Gurney.

—Solo uno o dos días por semana. Ya no tengo mucho trabajo directo. La clínica dental es en realidad una empresa médico-dental importante. Se podría decir que yo soy más bien el jefe del consejo de administración que un dentista en activo. Tengo la suerte de contar con buenos socios y directores eficientes. Así que la mayor parte del tiempo no lo dedico a la odontología, sino a organizaciones benéficas y similares. En ese sentido, soy un hombre muy afortunado.

—Larry, cariño…

En el umbral de la sala de espera había una mujer alta, curvilínea, de ojos almendrados, señalando el reloj de oro de su muñeca.

—Sí, Lila, lo sé. Mis invitados están a punto de marcharse.

La mujer sonrió y se retiró.

Cuando Sterne acompañó a Kim y Gurney hasta la puerta, les instó a mantener una mentalidad abierta e invitó a Kim a que siguieran en contacto. Al estrecharle la mano a Gurney, sonrió con educación y dijo: —Espero que en algún momento tengamos la oportunidad de hablar de su carrera policial. En el artículo de la madre de Kim parecía usted fascinante.

Fue entonces cuando Gurney se dio cuenta de a quién le recordaba.

Al señor Rogers.

El señor Rogers de la serie infantil con una mujer del harén de un sultán.

Una combinación extraña.

10. Un punto de vista radicalmente diferente

Al final del sendero que conducía a la casa de Sterne, Kim detuvo el coche, antes de girar por la carretera, aunque apenas había tráfico.

—Antes de que lo preguntes —anunció con tono de confesión—, la respuesta es sí. Cuando concerté nuestra cita y le dije que vendrías, le di el enlace al artículo de Connie en la web.

Gurney no dijo nada.

—¿Estás enfadado conmigo por haber hecho eso?

—Me siento en medio de una excavación arqueológica.

—¿Qué quieres decir?

—Siguen aflorando pequeñas cosas. Me pregunto qué será lo siguiente.

—No hay nada más. Nada que se me ocurra. ¿Así era tu trabajo?

—¿Cómo?

—Como una excavación arqueológica.

—En cierto modo sí.

De hecho, aquella imagen le había asaltado con frecuencia: descubriendo piezas de enigmas, por capas, estudiando formas y texturas, encajándolas de manera provisional, buscando patrones. De vez en cuando, podía tomarse su tiempo. Pero lo más habitual era tener que moverse más deprisa: en el caso de un asesinato en serie, por ejemplo, cuando los retrasos en encontrar e interpretar las piezas podían significar más asesinatos, más horror.

Kim sacó el teléfono móvil y miró a Gurney.

—Oye, estoy pensando que como no son ni las tres en punto…, ¿puedes quedarte a una reunión más antes de que te lleve a casa? —Antes de que él pudiera responder, ella agregó muy deprisa—: Nos viene de camino, así que no te quitaría mucho tiempo.

—Necesito estar en casa a las seis. —No era del todo cierto, pero quería ponerle un límite a todo aquello.

—No creo que sea un problema. —Marcó un número, se llevó el teléfono al oído y esperó—. ¿Roberta? Soy Kim Corazon.

Al cabo de un minuto, después de la más breve de las conversaciones, Kim expresó su agradecimiento y se pusieron en camino.

—Ha sonado fácil —dijo Gurney.

—A Roberta le ha gustado la idea del documental desde que me puse en contacto con ella. No es tímida respecto a expresar sus sentimientos o sus opiniones. Aparte tal vez de Jimi Brewster, es la participante más activa.

Roberta Rotker vivía justo a la salida del pueblo de Peacock, en una casa de ladrillos que parecía una fortaleza, justo en medio de un campo que había sido segado para que pareciera césped. No había árboles ni arbustos ni plantaciones de ninguna clase. La propiedad se hallaba rodeada por una valla de un metro ochenta, con alambre de espino. Al otro lado de la valla había cámaras de seguridad instaladas en postes a intervalos regulares. La puerta de entrada de uso industrial era de las correderas sobre ruedas y se accionaba desde la casa mediante un mecanismo electrónico.

Al llegar delante de ella, la puerta se abrió. Un sendero recto de macadán conducía a una zona de aparcamiento del mismo pavimento situada delante de un garaje de ladrillo de tres plazas. El lugar tenía un aura institucional, como si fuera alguna clase de piso franco propiedad de una agencia gubernamental. Gurney contó cuatro cámaras de seguridad más: dos en las esquinas delanteras del garaje y dos debajo de los aleros de la casa.

La mujer que abrió la puerta delantera tenía una apariencia tan profesional como el edificio. Llevaba una camisa de trabajo lisa y pantalones oscuros de sarga. El estilo poco favorecedor de su cabello rubio corto enfatizaba un aparente desinterés en su aspecto. Miró a Gurney sin pestañear y con una expresión nada cordial. Le recordó a un policía, y aún más por la Sig Sauer de nueve milímetros que llevaba en una cartuchera de uso rápido fijada al cinturón.

Estrechó la mano a Kim de esa manera firme y determinada que suelen adoptar ciertas mujeres que tienen profesiones tradicionalmente masculinas. Cuando Kim hubo presentado a Gurney y le hubo explicado su presencia como «asesor» del proyecto, Roberta Rotker le ofreció un breve saludo con la cabeza, retrocedió y los hizo pasar a la casa.

Estructuralmente, era una casa colonial, pero estaba vacía: un pasillo conducía de la puerta delantera a la trasera. A la izquierda había dos puertas y una escalera; a la derecha había tres puertas, todas cerradas. Aquella casa no ofrecía muchas pistas sobre su dueña.

Después de dejar atrás la primera puerta de la derecha llegaron a una sala de estar mínimamente amueblada.

—¿Se dedica al orden público? —preguntó Gurney.

Rotker no respondió hasta que la puerta se cerró tras ellos.

—Muy decididamente —dijo.

Era una respuesta inusual.

—Lo que quería preguntar es si trabaja para alguna agencia del orden.

—¿Por qué me lo pregunta?

Gurney sonrió de manera insulsa.

—Solo por curiosidad. Me preguntaba si el arma que lleva en el costado es un requisito del trabajo o una preferencia personal.

—Una cosa no excluye la otra. Póngase cómodo.

Señaló un sofá de cojines duros que le recordó a la sala de espera de la clínica en la que Madeleine trabajaba tres días por semana. Cuando él y Kim se sentaron, Rotker continuó:

—Es una preferencia personal, porque me hace sentir mejor. Y es también un requisito, porque lo requiere el estado del mundo en el que vivimos. Creo que debemos actuar en función de la realidad. ¿He satisfecho su curiosidad?

—En parte.

La mujer lo miró.

—Estamos en guerra, detective. En guerra con criaturas que carecen de nuestro sentido del bien y del mal. Si no los vencemos a ellos, ellos nos vencerán a nosotros. Esa es la realidad.

Gurney reflexionó, por enésima vez en su vida, sobre cómo la emoción creaba su propia lógica, cómo la rabia era invariablemente la madre de la certeza. Con toda probabilidad, se trataba de una de las mayores ironías de la naturaleza humana: cuanto más nos desorientan nuestras pasiones, más seguros estamos de ver las cosas con claridad.

—Usted fue policía —continuó Rotker—, así que sabe de qué estoy hablando. Vivimos en un mundo donde el oropel es caro y la vida es barata.

Se hizo el silencio. Kim lo rompió en tono alegre, intentando cambiar de tema.

—Oh, por cierto, quería hablarle a Dave de su galería de tiro privada. ¿Quizá podría mostrársela? Seguro que le encantaría verla.

—¿Por qué no? —dijo Rotker sin vacilación ni entusiasmo—. Vamos.

Se encaminaron por el pasillo hacia la puerta de atrás. Al lado, una enorme jaula para perros recorría la mitad de la casa. Cuatro rottweilers muy musculados aparecieron con un estruendo furioso que cesó en el instante en que su dueña espetó una orden en alemán.

Más allá de la jaula, en un campo situado detrás de la casa, un edificio estrecho y sin ventanas se extendía hacia la valla trasera. Rotker abrió la puerta metálica y encendió las luces. Dentro había una galería de tiro básica, con una sola posición de disparo y un dispositivo motorizado que situaba los objetivos.

Ella caminó hasta la mesa alta situada en la parte delantera y pulsó un interruptor en la pared lateral. Un objetivo de cartón con la silueta de un hombre, ya suspendido del transportador, empezó a ocupar su lugar en la galería. Se detuvo en la marca de la distancia de siete metros y medio.

—¿Le interesa probar, detective?

—Preferiría ver cómo lo hace usted —dijo Gurney con una sonrisa—. Tengo la sensación de que es buena.

Ella le devolvió la sonrisa, de manera fría.

—Lo bastante buena para la mayoría de las situaciones.

Rotker pulsó otra vez el interruptor de la pared y el objetivo empezó a alejarse. Se detuvo en el punto de quince metros. La mujer cogió unos cascos de protección y unas gafas de seguridad que estaban colgados al lado del interruptor y se los puso, mirando a Gurney y a Kim.

—Lo siento, no tengo más. Normalmente no tengo público.

Desenfundó la Sig, revisó el cargador, quitó el seguro y, por un momento, se quedó completamente quieta, con la cabeza inclinada, como un saltador olímpico antes del momento crucial. Entonces hizo algo cuyo recuerdo Gurney supo que lo iba a acompañar el resto de su vida: gritó. Fue un sonido bestial de rabia que hizo que la palabra que lo inició pareciera más un relámpago que algo verbal. Lo que gritó fue «Cabrón». Levantó la pistola en un movimiento repentino y sin apuntar disparó las quince balas del cargador en apenas cuatro segundos.

Bajó el arma poco a poco y la dejó en la mesa, se quitó las gafas de seguridad y los cascos protectores y los colgó en la pared. Accionó de nuevo el interruptor y el objetivo se deslizó desde el fondo de la galería hasta la mesa. Rotker lo soltó con cuidado y se volvió sonriendo plácidamente, orgullosa de sí misma.

Levantó el objetivo para que Gurney lo inspeccionara. El área a la que normalmente se apunta —el centro de la masa corporal— estaba intacto. De hecho, no había agujeros de bala en ningún punto de la silueta humana salvo en uno.

El centro de la frente había quedado destrozado.

11. Extrañas secuelas

Kim y Gurney pasaron por el casi inexistente pueblo de Peacock, en dirección a la carretera del condado, que finalmente los llevaría, a través de una sucesión de colinas y valles, a Walnut Crossing. Eran poco más de las cinco, el cielo se estaba destapando y la niebla se había disipado.

—Estaba mucho más asombrado por ese asunto que tú —dijo Gurney.

Kim le dedicó una mirada apreciativa.

—¿Concluyes de eso que yo ya lo había visto antes? Tienes razón.

—¿Por eso sugeriste que nos enseñara la galería de tiro? ¿Para que pudiera ver esa pequeña demostración?

—Sí.

—Bueno, pues me ha impresionado.

—Quiero que lo veas todo. O al menos todo lo que tengas tiempo de ver.

Los dos se quedaron en silencio. A Gurney le parecía que ya había visto mucho. Costaba creer que hubiera recibido la llamada de Connie Clarke la mañana anterior. Cerró los ojos y trató de ordenar el flujo de información y conversaciones. Se sentía saturado de datos. Resultaba mareante. El proyecto era extraño. Su implicación en él era extraña.

Se despertó cuando Kim estaba girando por el camino de gravilla que ascendía por la montaña hasta su casa.

—¡Cielo santo! No pensaba quedarme dormido.

—Dormir es bueno —dijo ella, con aspecto cansado y serio.

Tres ciervos corrieron por el terraplén justo ante ellos.

—¿Alguna vez has chocado con alguno? —preguntó.

—Sí.

Algo en su forma de responder hizo que Kim lo mirara con curiosidad.

Había ocurrido seis meses antes. Una hembra había cruzado la carretera 10 desde el bosque situado en el lado izquierdo de la calzada, muy por delante de él, hacia un campo abierto a la derecha. Justo cuando estaba pasando por ese lugar, su cervatillo se cruzó delante del coche.

Gurney esbozó una mueca ante el recuerdo todavía vívido del impacto.

Apartarse. Parar. Caminar hacia atrás. El pequeño cuerpo retorcido. Los ojos abiertos y sin vida. La hembra de pie en el campo, mirando atrás. Esperando. A Gurney lo llenó de tristeza y horror.

El Miata pasó por delante de una granja descuidada con una docena de vacas igual de descuidadas y media docena de coches oxidados.

—¿Tienes relación con los vecinos? —preguntó Kim.

Gurney hizo un sonido a medio camino entre el gruñido y la risa.

—Con algunos sí, con otros no.

Medio kilómetro más adelante, atisbaron el granero rojo al final del camino, junto al estanque.

—Para y déjame bajar —dijo—. Quiero subir andando por el prado. Me despertará, me aclarará la cabeza.

Kim torció el gesto.

—La hierba parece húmeda.

—No importa. Me quitaré los zapatos cuando llegue a casa.

Ella aparcó delante de la puerta del granero y apagó el motor, dejando la mano en la llave de contacto con una expresión extrañamente preocupada.

En lugar de salir del coche, Gurney se quedó sentado y esperando, sintiendo que ella tenía algo que decir.

—Bueno… —empezó Kim. Se detuvo y empezó otra vez—. Bueno…, ¿y ahora qué?

Gurney se encogió de hombros.

—Me has contratado por un día. El día ha pasado.

—¿Alguna oportunidad de que continúes?

—¿Para hacer qué?

—¿Hablar con Max Clinter?

—¿Por qué?

—Porque no lo entiendo. Me parece que sabe algo del caso del Buen Pastor. Algo terrible. Pero puede que solo sean imaginaciones suyas, alguna clase de delirio. He pensado que, tal vez, dado que ambos habéis sido detectives, quizá sería más sincero contigo, sobre todo si yo no estuviera allí, si estuvierais los dos solos, hablando de policía a policía.

—¿Dónde vive?

—¿Lo harás? ¿Hablarás con él?

—No he dicho eso. Te he preguntado dónde vive.

—No muy lejos del lago Cayuga. Muy cerca de donde ocurrió su desastrosa persecución en coche. Eso es parte de lo que me hace temer que esté un poco loco.

—¿Por qué quiere vivir allí?

—Dice que es el lugar donde él y el Buen Pastor cruzaron sus caminos, y que es donde el karma volverá a juntarlos otra vez.

—¿Y ese es el tipo con el que quieres que hable?

—Parece una locura, ¿verdad?

—Me lo pensaré —contestó él.

—Te garantizo que te resultará… interesante.

—Ya veremos. Te lo haré saber.

Gurney bajó del coche, vio que ella daba la vuelta y enfilaba la estrecha carretera.

Su corto paseo por el prado le sirvió para despejarse. Su conciencia se inundó con los aromas de la naturaleza al principio de la primavera: la compleja dulzura de la tierra húmeda, el aire, que olía lo bastante limpio para purificar su alma, para llevarse lejos sus preocupaciones.

O eso parecía, hasta que llevaba cinco minutos en la casa, fue al cuarto de baño y Madeleine le preguntó cómo le había ido el día.

Él le contó detalladamente aquellas tres peculiares reuniones: Rudy Getz con su patinadora, Larry Sterne con su cárdigan del señor Rogers, Roberta Rotker con su desquiciada exhibición de puntería. Y le contó todo lo que sabía de Max Clinter, aquel peculiar y trágico personaje cuya vida cambió para siempre al cruzarse con el Buen Pastor.

Estaba sentado a la mesa, junto a la puerta cristalera. Madeleine estaba picando verdura en la tabla, junto al fregadero.

—Kim quiere que siga participando en esto durante un día más. No sé qué hacer.

Madeleine cortó el extremo de una gran cebolla roja.

—¿Cómo está tu brazo?

—¿Qué?

—Tu brazo. El punto entumecido. ¿Cómo está?

—No lo sé. O sea, no he… —Su voz se fue apagando mientras se frotaba el antebrazo y la muñeca—. Bien…, igual, supongo. ¿Por qué lo preguntas?

Ella dio la vuelta a la cebolla y peló un par de capas de piel dura.

—¿Y el dolor en el costado?

—Bien, por el momento. Es una cosa intermitente, viene y va.

—Cada diez minutos o así, creo que me dijiste.

—Más o menos.

—¿Con qué frecuencia lo has notado hoy?

—No estoy seguro.

—¿No estás seguro de haberlo notado?

—No lo sé.

Madeleine asintió, cortó un calabacín a lo largo, puso las dos mitades en la tabla y empezó a trocearlo en medias lunas del tamaño de un bocado.

Él parpadeó, la miró y se aclaró la garganta.

—¿Me estás diciendo que debería dejar que Kim me contrate un día más?

—¿He dicho eso?

—Creo que sí.

Hubo un largo silencio. Madeleine cortó una berenjena, una calabaza amarilla y un pimiento rojo dulce y lo echó todo en un gran wok que llevó al fuego, inclinándolo para que su contenido chisporroteara.

—Es una joven interesante.

—¿En qué sentido?

—Lista, atractiva, ambiciosa, sutil, enérgica… ¿No crees?

—Hum. Desde luego tiene algo.

—Quizá deberías presentarle a Kyle.

—¿Mi hijo?

—No conozco a ningún otro Kyle.

—¿Qué es lo que te hace pensar que ellos…?

—Me los imagino juntos, nada más. Diferentes personalidades, pero en la misma longitud de onda.

Gurney trató de imaginárselos juntos, pero enseguida renunció al esfuerzo. Demasiadas posibilidades y muy pocos datos. Envidiaba lo intuitiva que era Madeleine, capaz de saltarse obstáculos, incógnitas, que a él lo frenaban en seco.

12. La locura de Max Clinter

«Llegando a su destino por la derecha.»

El GPS de Gurney acababa de llevarlo a una intersección sin marcar en la cual un camino de tierra estrecho se cruzaba con la carretera pavimentada, una carretera que había seguido durante tres kilómetros sin ver ni una sola casa que no tuviera aspecto de estar derrumbándose.

En un lado del camino de tierra había una verja de metal abierta; al otro, un roble muerto, con la cicatriz de un rayo marcada en la corteza. Gurney vio un esqueleto humano clavado al tronco o, supuso, una réplica notablemente convincente. En un cartel pintado a mano colgado del cuello del esqueleto se leía: EL ÚLTIMO QUE ENTRÓ SIN PERMISO.

Sobre la base de lo que sabía de Max Clinter hasta el momento, incluida la impresión que le había dado durante la conversación telefónica que habían mantenido aquella misma mañana, el cartel no era sorprendente. Llamativo, tal vez, pero no sorprendente.

Gurney giró por el camino lleno de surcos que cruzaba, como una carretera elevada primitiva, el centro de un estanque construido por castores. Más allá del estanque, el camino continuaba a través de un bosquecillo de arces rojos y llegaba a una cabaña de troncos construida sobre un trozo elevado de tierra seca, rodeado por una extensión de agua y espadañas.

En torno a la cabaña había una peculiar barrera: una franja de hierbas enredadas, como si fuera un foso, encerrada por una cerca de malla fina. El sendero que conducía a la puerta de la cabaña atravesaba la franja de hierbas entre dos vallas que delimitaban el paso. Gurney se estaba preguntando sobre su propósito cuando la puerta de la cabaña se abrió. Por ella salió un hombre que se situó en un pequeño escalón de piedra. Iba vestido con camisa y pantalones de camuflaje militar y unas botas de piel de serpiente que desentonaban completamente. Tenía una expresión dura.

—Víboras —dijo con voz rasposa.

—¿Perdón?

—En las hierbas. Es lo que estaba pensando, ¿no? —Su voz tenía un acento extraño, sus ojos estaban fijos en los de Gurney—. Pequeñas serpientes de cascabel. Las más pequeñas son las más peligrosas. Corre la voz. Es un excelente factor de disuasión.

—No creo que sirviera de mucho. Hibernan con el tiempo frío —dijo Gurney, amablemente—. Supongo que es usted el señor Clinter.

—Maximilian Clinter. El clima solo afecta a las serpientes «físicas». Es la idea de las serpientes la que mantiene alejados a los indeseables. La cosa es que el clima no tiene efecto en las serpientes que viven dentro de sus cabezas. ¿Me entiende, señor Gurney? Le invitaría a pasar, pero nunca he invitado a nadie. No puedo afrontarlo. Por el estrés postraumático. Si usted entra, yo me quedo fuera. Dos son multitud. No puedo respirar. —Hizo una mueca de loco. Gurney se dio cuenta de que tenía un acento irlandés que iba y venía, como el de Marlon Brando en Missouri—. Recibo a todos mis invitados al aire libre. Espero que no se ofenda. Sígame.

Llevó a Gurney por el exterior de las hierbas valladas hasta una vieja mesa de pícnic situada detrás de la cabaña. Más allá, aparcado justo al borde de la ciénaga, había un Humvee militar original, pintado en color marrón desierto.

—¿Conduce eso? —preguntó Gurney.

—En ocasiones especiales. —Clinter hizo un guiño de complicidad al sentarse a la mesa. Cogió del asiento del banco una pinza para ejercitar la muñeca y empezó a apretarla—. Póngase cómodo, señor Gurney. Dígame, ¿por qué le interesa el caso del Buen Pastor?

—Ya se lo he dicho por teléfono. Me han pedido que…

—¿Guarde las espaldas de la encantadora señorita Corazon? Un nombre perfecto para ella, ¿no cree? Asuntos del corazón. Pasiones fracasadas. Corazon que sangra por las víctimas de los crímenes. Pero ¿qué pinta en eso Maximilian Clinter?

En esta última pregunta el acento irlandés desapareció. Los ojos del hombre adoptaron un mirada intensa.

Gurney tenía que decidir rápidamente cómo proceder. Optó por la franqueza.

—Kim cree que sabe cosas del caso, cosas que no quiere contarle. No lo entiende. Creo que la ha asustado. —Habría jurado que Clinter estaba complacido con eso, pero no lo demostró. Poner las cartas sobre la mesa parecía el mejor modo de proceder—. Por cierto, me impresionó su actuación en Buffalo. Si la mitad de lo que he oído es cierto, es usted un hombre de talento.

Clinter sonrió.

—El Miel.

—¿Perdón?

—Era el nombre de Frankie Gold en la mafia.

—¿Por lo dulce que era?

Los ojos de Clinter brillaron.

—Por su afición. La apicultura.

Gurney se rio.

—¿Y usted, Max? ¿Qué clase de caballero es usted? He oído que se dedica al comercio de armas especiales.

Clinter le dedicó una mirada astuta, apretando rápidamente la pinza para fortalecer la mano, casi sin esfuerzo.

—Desactivadas y de colección.

—¿Se refiere a que son armas que no funcionan?

—El material grande militar ha sido más o menos inutilizado. También tengo cierto interés en piezas más pequeñas que funcionan. Pero no las vendo. Los vendedores necesitan licencia federal. Así que no vendo. Soy lo que la ley llama un coleccionista. Y en ocasiones vendo algo de mi colección personal a otro coleccionista. ¿Me explico?

—Creo que sí. ¿Qué clase de pistolas vende?

—Armas inusuales. Y he de sentir en cada caso que es adecuada para el individuo en cuestión. Eso lo dejo perfectamente claro. Si lo único que quieren es una puta Glock, que se vayan a un puto Walmart. Esa es mi filosofía con las armas de fuego, y no me avergüenzo de ello. —El acento irlandés estaba volviendo—. Por otra parte, si quiere una ametralladora Vickers de la Segunda Guerra Mundial, más o menos desactivada, con su correspondiente trípode antiaéreo, podríamos tener un motivo para conversar, suponiendo que usted fuera un coleccionista como yo.

Gurney se volvió en el banco para poder mirar el agua marrón de la marisma. Bostezó y se estiró. Le dedicó una sonrisa a Clinter.

—Bueno, dígame si sabe algo del caso del Buen Pastor, como cree Kim. ¿O son todo un montón de mentiras?

El hombre miró a Gurney un buen rato antes de hablar.

—¿Es mentira que todos los coches eran negros? ¿Es mentira que dos de las víctimas fueron al mismo instituto en Brooklyn? ¿Es mentira que los crímenes del Buen Pastor triplicaron los índices de audiencia y los ingresos de RAM News? ¿Es mentira que el FBI erigió un muro de silencio total alrededor del caso?

Gurney levantó las manos en un gesto de desconcierto.

—¿Qué se supone que significa todo eso?

—El mal, señor Gurney. En el fondo de este caso, hay un mal increíble. —Sus manos estaban apretando y soltando, una y otra vez, la pinza con movimientos tan rápidos que parecían convulsivos—. Por cierto, ¿sabía que en el mundo hay gente tan jodida que tiene orgasmos viendo películas de accidentes de coches? ¿Lo sabía?

—Creo que alguien hizo una película sobre eso en los noventa. Pero no cree que el caso del Buen Pastor trata de eso, ¿no?

—No creo nada. Solo tengo preguntas. Montones de preguntas. ¿El manifiesto era solo el embalaje de una clase de bomba diferente, un regalo de Navidad en una caja de Pascua? ¿Nuestro Clyde tenía una Bonnie en su coche? ¿La clave de todo es el conjunto de seis animalitos del arca de Noé? ¿Hay vínculos secretos entre las víctimas que nadie ha investigado todavía? ¿Que les pintaran dianas en la espalda se debió a que eran ricos o a cómo se habían hecho ricos? Esa es una pregunta interesante, ¿no le parece? —Hizo un guiño a Gurney. Estaba claro que no estaba interesado en una respuesta. Estaba en su propia perorata retórica—. Muchas preguntas. ¿Podría ser el Buen Pastor una pastora (una Bonnie ella misma), una loca arpía que guardaba rencor a los ricos?

Se quedó en silencio. El único sonido que turbaba aquella inquietante calma era el repetitivo chirrido del muelle de su pinza.

—Tiene que estar desarrollando unas manos muy fuertes —dijo Gurney.

Clinter esbozó una sonrisa feroz.

—La última vez que me encontré con el Buen Pastor estaba terrible, vergonzosa y trágicamente mal preparado. Eso no volverá a ocurrir.

Gurney tuvo una visión momentánea de la escena culminante de Moby Dick. Ahab agarrando el arpón y clavándolo en el lomo de la ballena. Ahab y la ballena, la pareja enredada desapareciendo para siempre en las profundidades del mar.

13. Masacre en serie

Después de marcharse de la extravagante casa de Clinter —con sus víboras reales o imaginadas, su foso anegado, su esqueleto centinela—, Gurney condujo unos cuantos kilómetros y se detuvo en un desvío del camino para dar la vuelta. Estaba cerca de lo alto de una suave pendiente que le permitía divisar el extremo norte del lago de Cayuga, tan brillantemente azul como el cielo.

Sacó el teléfono, marcó el número de Jack Hardwick. Saltó su buzón de voz.

—Eh, Jack, tengo preguntas. Acabo de mantener una charla con el señor Clinter. Necesito preguntarte cómo ves un par de cosas. Llámame. Cuanto antes mejor. Gracias.

A continuación llamó a Kim.

—¿Dave?

—Hola. Estoy relativamente cerca de tu casa. Creo que estaría bien hablar con Robby Meese. ¿Tienes una dirección y un número de teléfono?

—¿Qué…? ¿Por qué quieres hablar con él?

—¿Hay alguna razón por la que no quieras que lo haga?

—No. Es solo que…, no lo sé; claro, está bien, espera un segundo. —Al cabo de un instante Kim volvió a ponerse al teléfono—. Tiene un apartamento en el barrio de Tipperary Hill, en el 3003 de South Lowell. Su número de móvil es el 315 135 645. Recuerda que usa el nombre de Montague, no Meese. Pero… ¿qué vas a hacer?

—Solo quiero hacerle unas preguntas para ver si descubro algo que tenga sentido.

—¿Sentido?

—Cuanto más sé sobre este proyecto tuyo, o sobre el caso en el que se basa, más complicado me parece. Necesito aclarar un par de cosas.

—¿Aclarar un par de cosas? ¿Crees que vas a conseguir eso de él?

—Quizá no directamente, pero parece que es un actor de nuestro pequeño drama y la verdad es que no sé a quién demonios representa. Eso me hace sentir incómodo.

—Te conté todo lo que sé sobre él. —Sonó herida, a la defensiva.

—Estoy seguro.

—Entonces, ¿por qué…?

—Si quieres mi ayuda, Kim, tienes que darme un poco de espacio.

Ella vaciló.

—Vale…, supongo, está bien. Ten cuidado. Es… raro.

—Los tipos con más de un apellido suelen serlo.

Gurney colgó. El teléfono sonó cuando se lo estaba guardando en el bolsillo. El identificador decía que era J. Hardwick.

—Hola, Jack, gracias por llamar.

—Soy solo un humilde servidor público, Sherlock. ¿Qué puedo hacer hoy por el famoso detective?

—No estoy seguro. ¿A qué clase de material del Buen Pastor tienes acceso?

—Oh, ya veo. —Su voz tenía el tono malicioso que Gurney odiaba.

—¿Qué ves?

—Siento que parte del cerebro retirado de Sherlock ha vuelto a la vida.

Gurney procuró no hacer caso del comentario.

—Entonces, ¿a qué tienes acceso?

Hardwick se aclaró la garganta con una meticulosidad que revolvía el estómago.

—Atestados originales, identificación e información biográfica de las víctimas, fotografías del daño que las balas de gran calibre causan a caras y cráneos… Por cierto, hablando de eso, recuerdo que una de las víctimas, una mujer muy elegante del negocio inmobiliario, perdió grandes porciones de la mandíbula y la cabeza por un balazo de la Desert Eagle. Un joven del equipo de recogida de pruebas que estaba peinando la escena del crimen descubrió algo que nunca olvidará. Un trozo del lóbulo de la oreja de la señora, del tamaño de una moneda de diez centavos; estaba colgando de la rama de un arbusto de zumaque junto a la carretera, con su gran diamante todavía allí. ¿Te lo imaginas, campeón? Es la clase de cosas que tienden a quedarse en la memoria. —Hizo un momento de pausa, como para que Gurney pudiera recrear bien aquella imagen—. Bueno, la cuestión es que tenemos montones de detalles como ese, además de los hallazgos del forense, informes de los equipos de recogida de pruebas, hasta el culo de informes de laboratorio, informes de investigación, perfil del asesino de la Unidad de Ciencias de Comportamiento del FBI, tal y cual, toneladas de mierda variopinta, alguna accesible y otra no. ¿Qué estás buscando?

—¿Qué te parece todo lo que puedas enviarme sin demasiados problemas?

Hardwick respondió con su risa de lija.

—Todo en lo que el FBI está implicado puede suponer un problema. Son una panda de capullos arrogantes, politizados y obsesionados por el control. —Hizo una pausa—. Haré lo que pueda. Te enviaré un par de cosas ahora mismo y otras más tarde. No dejes de mirar el correo electrónico. —Hardwick era siempre más servicial cuando se trataba de romper ciertas normas y pisar algún juanete.

—Por cierto —dijo Gurney—, acabo de salir de una reunión con el señor Clinter.

La risa de Hardwick estalló otra vez, más alto.

—¿Maxie te ha causado impresión?

—¿Alguna vez has visto su casa?

—Huesos, serpientes, Hummers y mierda de caballo. ¿Es el sitio del que estás hablando?

—Me da la impresión de que no le das mucho peso a las peroratas del señor Clinter.

—¿Tú sí?

—No lo sé. Tiene un componente psicótico, pero creo ver una parte de actor que quiere pasar por psicótico. Es difícil establecer la frontera. Mencionó el estrés postraumático. ¿No sabrás por casualidad si eso surgió del accidente que tuvo cuando estaba borracho y que le costó el despido?

—No, fue en la primera guerra del Golfo. Según cuentan, una ráfaga de fuego amigo desde un helicóptero voló a un tipo que estaba a su lado. Al parecer, Maxie lo superó, pero quizá se le quedó dentro, no sé. Es probable que todo resurgiera con el caso del Buen Pastor. ¿Quién sabe? Quizás esa noche pensó que estaba disparando a un puto helicóptero.

—¿Alguien prestó atención a sus teorías sobre el caso?

—No tenía teorías. Tenía ideas absurdas basadas en lo primero que se le ocurría. ¿Alguna vez has escuchado a un loco explicar que el número de patas de una silla multiplicado por el número místico siete da el número de días de un mes lunar? Maxie estaba hasta las orejas de todo tipo de chorradas.

—Así pues, ¿no crees que tuviera nada que aportar?

Hardwick gruñó, pensativo.

—Lo único real que Maxie aporta a la mesa es odio, obsesión y una inteligencia completamente desquiciada.

Gurney se había encontrado antes con esa combinación y, sin duda, conducía al desastre.

Un cuarto de hora más tarde, después de atravesar las colinas bucólicas que separaban el lago Cayuga del lago Owasco, paró en una gasolinera con supermercado, justo en la salida de Auburn, para llenar el depósito y recargar su cerebro con un café bien cargado. Según el reloj del salpicadero eran las 13.05.

Después de recoger el recibo de la gasolina, aparcó en un rincón de la zona de aparcamiento, lejos del surtidor, para tomarse su café y planear su entrevista con Meese-Montague.

Sonó su teléfono. Era un mensaje de texto: «Mira tu mail».

Cuando lo hizo descubrió un mensaje de Hardwick. El asunto del mensaje decía: «Mira documentos adjuntos: atestados (7), complemento de movimientos previos, informes ViCap, resumen de elementos comunes, imágenes de las víctimas preautopsia».

El título de cada uno de los atestados estaba compuesto de un número entre el uno y el seis, que aparentemente designaba su lugar en la serie, y el apellido de la víctima. Gurney seleccionó el documento 1-VILLANI, y empezó a hojear las cincuenta y dos páginas.

Se incluían las observaciones del agente que llegó al lugar el primero, diagramas de la escena del crimen, fotografías del sitio, una reconstrucción de los hechos basada en las pruebas con una explicación hipotética, informe de daños de vehículos, informe de recopilación de pruebas, lista de unidades y oficiales que acudieron, informe preliminar del forense y una lista de test de laboratorio pendientes.

Si este primer atestado era representativo de los otros en longitud y detalle, tendría que leerse unas trescientas cincuenta páginas. No era algo que fuera a hacer en la pantalla de tres pulgadas de su teléfono móvil.

Volvió a la lista de adjuntos y seleccionó el documento «Elementos comunes», que detallaba los factores que relacionaban los seis homicidios entre sí. Le gustó ver una página con trece puntos concisos.

1. Los ataques ocurrieron en fines de semana consecutivos, entre el 24 de marzo y el 8 de abril de 2000.

2. Los ataques se produjeron en un periodo de dos horas: de las 21.11 a las 23.11.

3. Los ataques ocurrieron en un área de 300 por 80 kilómetros que se extendía desde el centro del estado de Nueva York hasta Massachusetts.

4. Los ataques se produjeron en curvas hacia la izquierda con buena visibilidad hacia delante.

5. Velocidades de vehículo moderadas (74 a 93 km/h) en el momento de los disparos.

6. Escaso o nulo tráfico, sin testigos conocidos, sin cámaras de vigilancia conocidas, sin estructuras comerciales o residenciales cercanas.

7. Los ataques se produjeron en carreteras rurales secundarias que unían carreteras importantes con zonas residenciales de clase alta.

8. Vehículo de la víctima: Mercedes negro último modelo, de clase superlujo (precio recomendado de venta al público entre 82.400 y 162.760 dólares).

9. Un único disparo en la cabeza del conductor, daño cerebral masivo, muerte prácticamente instantánea.

10. Distancia estimada del asesino a la víctima en cada caso: de 1,80 a 3,60 metros.

11. Todas las balas recuperadas Action Express calibre 50, de uso exclusivo para la pistola Desert Eagle.

12. Animales de plástico de un juego popular depositados en las escenas de los crímenes. Orden de aparición: león, jirafa, leopardo, cebra, mono, elefante.

13. Conductor-víctima varón en 5 de 6 ataques.

Todo aquello planteaba una serie de preguntas. Cerró el archivo de «Elementos comunes» y abrió «Imágenes de la víctima preautopsia», esbozando una mueca ante la idea de lo que iba a ver. Había doce fotografías, dos de cada víctima: una estaba tomada en el vehículo en la escena del crimen; la otra era un primer plano de la cara en la mesa de autopsias.

Gurney hizo chirriar los dientes y avanzó a través de la galería de fotos del horror. Le recordaron otra vez que los policías y el personal de urgencias compartían el dudoso privilegio de conocer algo que el noventa y nueve por ciento de la población nunca sabría: lo que una bala expansiva de gran calibre puede hacerle a una cabeza humana. Puede reducirla a algo asombrosa y nauseabundamente ridículo. Puede darle a un cráneo forma de casco destrozado, convertir el cuero cabelludo en una gorra torcida sobre la frente. Puede reordenar una cara en una mueca de humor o sorpresa. Puede doblarla en una expresión de cómic de la idiotez y la atrocidad. Puede hacerla explotar por completo, dejando solo una mancha pastosa de sesos y dientes.

Gurney cerró el archivo de fotos, salió del programa de correo y cogió su café. Estaba frío. Aun así, tomó unos cuantos sorbos; luego lo dejó a un lado y llamó a Hardwick.

Una cosa que le gustaba de aquel tipo era que prefería contestar antes de que se conectara el buzón de voz.

—¿Qué coño pasa ahora, Sherlock?

—Gracias por los datos. Has sido rápido.

—Sí. ¿Qué quieres ahora?

—He llamado para darte las gracias.

—Mentira. ¿Qué quieres?

—Quiero lo que no hayas anotado.

—Parece que piensas que sé más de lo que sé.

—Nunca he conocido a nadie con mejor memoria que tú. Parece que la mierda se te pegue al cerebro, Jack. Podría ser tu mayor virtud.

—Vete a tomar por el culo.

—Gracias. Y ahora, ¿puedes hacerme un breve retrato de las víctimas, quizá de dónde venían cuando les dispararon?

—Primer ataque, Bruno Villani. Bruno y su mujer, Carmella, volvían de un bautizo en Long Island a su propiedad rural en Chatham, Nueva York. En realidad el bautizo servía para presentar sus respetos a colegas de negocios. Bruno no pensaba en nada más que en dinero y negocios. Hubo rumores de que Bruno podría haber estado relacionado con la mafia, pero probablemente no más que un montón de tipos de la industria de la construcción de Nueva York, y los rumores casi seguro que lo beneficiaron. La bala entró por la ventanilla lateral de su Mercedes, le arrancó una tercera parte de la cabeza, alcanzó a Carmella y la dejó en coma. El hijo Paul y la hija Paula, de casi treinta años entonces, parecían legítimamente destrozados, así que a lo mejor papá tenía algunas buenas cualidades. ¿Esta es la clase de datos que buscas?

—Lo que se te ocurra.

—Muy bien. Segundo ataque. Carl Rotker se dirigía a casa, en un barrio privado cerca del puerto de Bolton, en la orilla oeste del lago George, desde su enorme tienda de material de fontanería en Schenectady. Como solía ocurrir con Carl, su ruta se había alargado por un desvío hasta la casa de una mujer brasileña a la que le doblaba la edad. En el Mercedes sonaba a todo trapo My way, de Sinatra. Lo sabemos porque el puto disco seguía sonando cuando la policía encontró el coche volcado junto a la carretera y con la mitad de la sangre de Carl encharcando el interior del techo. ¿Quieres más?

—Todo lo que puedas darme.

—El tercero. Ian Sterne era un dentista de mucho éxito, propietario y principal promotor de una clínica sumamente rentable que empleaba a más de una docena de profesionales en el Upper East Side de Manhattan. Ortodoncia, prostodoncia cosmética, cirugía plástica y maxilofacial; más que nada era una fábrica que producía sonrisas perfectas y pómulos perfectos para gente con ganas de pagar el dinero que tenían por la belleza que les faltaba. El doctor en sí, una criatura arrugada, parecía un lagarto listo. Tenía una bonita relación artística con una joven pianista rusa en Juilliard. Rumores de matrimonio. Un final divertido: cuando la gran bala destrozó la corteza cerebral de Ian y el gran Mercedes negro clase S terminó hundido hasta el tapacubos en un arroyo cercano, lo primero que vio claramente el primer agente que llegó (justo por encima del agua, iluminado por las luces intermitentes de emergencia que se encendieron por el impacto) fue la matrícula de Ian: A SMILE 4U. ¿Aún no has tenido bastante?

—Ni mucho menos, Jack. Eres un narrador nato.

—Número cuatro. Sharon Stone, agente inmobiliaria cañón con un nombre increíble. Se dirigía a su casa en el pequeño pueblo de Markham Dell desde una gran fiesta con amigos poderosos del Gobierno del estado. Vivía en una preciosa casa colonial antigua con su hijo gay de veintisiete años y un jardinero musculoso. Se rumoreaba insistentemente que el tipo estaba liado con la madre y con el hijo. La señora Stone era propietaria del lóbulo de la oreja del que te he hablado antes. —Hardwick hizo una pausa, como esperando una reacción.

—Adelante —dijo Gurney.

—El quinto era James Brewster, un gran médico experto en cirugía cardiaca. El talento, la reputación y la obsesión por el trabajo del hombre lo hicieron rico, acabaron con sus dos primeros matrimonios y convirtieron a su hijo en un ermitaño amargado que no quiso hablar con él durante años y que parecía feliz de que estuviera muerto. En esa última noche se dirigía desde el Albany Medical Center a su casa de las suaves colinas gentilmente adineradas de Williamstown. Con el control de velocidad de su Mercedes AMG coupé programado, el médico estaba dictando su respuesta a una invitación para presentar una reunión de experto en cirugía cardiaca en Aspen. Las astillas de la grabadora que estaba usando quedaron esparcidas con sus sesos por todo el asiento del pasajero. El hecho de que ocurriera a tres kilómetros de la frontera estatal de Massachusetts fue lo que, finalmente, hizo que el FBI se sumara al circo.

—¿EL DIC no lo vio como un gran plus?

Esta vez la risa sonó tuberculosa.

—Bueno, eso nos lleva al gran final. Número seis. Harold Blum estaba lejos de la cima de la abogacía. A sus cincuenta y cinco años ya no iba a subir mucho más. Harold era la clase de tipo que se desvivía por dar la impresión de que todos sus esfuerzos estaban dando frutos. Según su mujer, Ruthie, que tenía mucho que decir, era el consumidor perfecto, siempre haciendo compras más allá de sus posibilidades, como si esas posesiones pudieran cambiar algo o al menos atraer mejores clientes. Ella parecía quererle mucho. Esa noche, Harold volvía desde su oficina de Horseheads a su casa del lago Cayuga, conduciendo su sedán Mercedes brillante, cuyo leasing, según su mujer, ya lo estaba ahogando. Por lo que se extrae de la reconstrucción del accidente, el Buen Pastor, fiel a su estilo, apareció en su costado izquierdo y disparó un solo tiro. El córtex visual de Harold probablemente voló en pedazos antes de que pudiera registrar el destello del cañón.

—¿Y es ahí donde Max Clinter entra en escena?

—Entra en escena con un chirrido de neumáticos. Maxie oye el disparo que mató a Blum alto y claro. Mira por la ventanilla de su coche aparcado a tiempo de divisar el Mercedes de Blum derrapando en el arcén y las luces traseras del segundo vehículo que huye a toda velocidad. Así que mete la marcha en su Camaro SS de trescientos veinte caballos y da un volantazo desde detrás de un arbusto de rododendros para entrar en la carretera estatal y empezar una persecución, quemando los neumáticos. El problema es que Max no está solo y no está sobrio. Aunque está casado y tiene tres hijos, en el asiento del pasajero hay una chica de veintiún años que ha conocido una hora antes en uno de los bares universitarios de Ithaca y con la que estaba follando en su coche detrás de los rododendros. Pisa a fondo el acelerador (el Camaro va a unos ciento ochenta), pero no tiene ni plan ni móvil ni idea racional de lo que está haciendo. Esto es una persecución pura, primitiva, animal. La chica empieza a llorar. Él le dice que se calle. El tipo que tiene delante se está escapando. Llegados a este punto, Maxie ha perdido el juicio a causa del alcohol, el ego y la adrenalina. Mete la mano en la chaqueta, saca su Glock calibre cuarenta, baja la ventanilla y empieza a disparar al vehículo que tiene delante. Una locura. Una locura de alto riesgo y locamente ilegal. La chica está gritando, Maxie está perdiendo la cabeza por completo, el Camaro derrapa.

—Lo cuentas como si estuvieras en el asiento de atrás.

—Él relató la historia a mucha gente. Corrió la voz. Un pedazo de historia.

—Un pedazo de final de carrera querrás decir.

—Así es. Sin embargo, si Max hubiera tenido suerte y uno de esos disparos hubiera abatido al Pastor, si ningún inocente hubiera resultado herido o si las heridas hubieran sido menos graves, o si su tasa de alcoholemia no hubiera triplicado el límite legal, quizá la locura de disparar quince tiros en ocho segundos desde un vehículo en movimiento contra un objetivo apenas definido en una carretera oscura, con ocupante u ocupantes desconocidos, mientras conducía a una velocidad imprudentemente peligrosa…, bueno, quizás entonces todo eso se habría suavizado o se habría recontado de una forma que no hubiera jodido a Max por completo. Pero no es eso lo que ocurrió. Lo que sucedió fue que todo se fue a la mierda. Cuando el Camaro derrapó en el carril contrario, un motorista venía de un cambio de rasante sin apenas espacio para apartarse. La moto cayó, el motociclista salió volando. El coche de Max dio un giro de ciento ochenta grados a ciento cincuenta por hora, derrapó hacia atrás en el asfalto y terminó subiéndose al muro de contención en un saliente de roca. Debido al impacto, Max se fracturó la espalda por dos sitios, la mujer sufrió lesiones en el cuello y se rompió los dos brazos, y el parabrisas estalló en sus caras. El Buen Pastor escapó. Maxie no. Esa noche le costó su profesión, su matrimonio, su casa, la relación con sus hijos, su reputación y, según alguna gente, su equilibrio mental y emocional. Pero eso es otra cuestión completamente distinta.

—Vaya memoria, Jack. Deberías donar tu cerebro a la ciencia.

—La cuestión es: ¿qué vas a hacer con toda esta información?

—No lo sé.

—Así pues, ¿solo has llamado para hacerme perder el tiempo?

—No exactamente. Tengo una sensación rara.

—¿Sobre qué?

—Sobre toda la historia del Buen Pastor. Siento que se me escapa algo. Por un lado, todo es demasiado simple. Dispara a los ricos, hace del mundo un lugar mejor. Enajenación de misionario clásica. Por otro lado…

—¿Por otro lado qué?

—No lo sé. Algo está mal. No logro situarlo.

—Davey, me dejas perplejo. Me siento absolutamente asombrado. —Hardwick estaba en modo burlón.

—¿Qué pasa, Jack?

—Eres consciente, sin duda, de que aquello a lo que te refieres como la historia del Buen Pastor ha sido analizado y reanalizado por los mejores y los más brillantes. Mierda, incluso tu amiga la psicóloga cañón opinó.

—¿Qué?

—¿No lo sabías?

—¿De quién estás hablando?

—Mierda, ahora sí que me dejas anonadado. ¿Cuántas psicólogas cañón conoces?

—Jack, no sé de qué demonios estás hablando.

—Creo que la doctora Holdenfield se sentiría herida por tu actitud.

—¿Rebecca Holdenfield? ¿Has perdido el juicio? —Gurney sobreactuaba, no porque tuviera nada que ocultar, sino porque, durante los dos casos en los que habían colaborado, puede que hubiera prestado un poco más de la atención debida al innegable atractivo de aquella mujer.

También se dio cuenta de que esa era la reacción que Hardwick buscaba. Sabía dónde encontrar los puntos débiles de los demás. Le encantaba hurgar en ellos.

—Su trabajo figura en una nota al pie del perfil del Buen Pastor del FBI —dijo Hardwick.

—¿Tienes una copia de eso?

—Sí y no.

—¿Qué significa eso?

—No, porque es un documento del FBI que han declarado confidencial, distribuido únicamente a quien necesite conocerlo, lo cual es una necesidad que ahora mismo no tengo. Así pues, por lo tanto, no tengo oficialmente acceso al perfil.

—¿No se publicó en todos los grandes periódicos justo después de los seis asesinatos?

—Se pasó un resumen a los medios, no el perfil en sí. Nuestros grandes hermanos del FBI son muy susceptibles respecto a quién ve los productos sin editar de su sabiduría especial. Sin duda se ven como los que toman las grandes decisiones.

—Pero ¿sería posible de alguna manera…?

—Todo es posible de alguna manera. Con tiempo y motivación suficientes. ¿No es eso una ley de la lógica?

Gurney conocía a Hardwick lo bastante bien para saber cómo jugar.

—No me gustaría que te metieras en problemas con la Federación de Burócratas Imbéciles.

Un silencio reflexivo se extendió entre ellos, preñado de posibilidades.

—Bueno, Davey, ¿hay algo más que pueda hacer por ti? —preguntó finalmente Hardwick.

—Claro, Jack. Puedes meterte ese Davey por el culo.

Hardwick se rio con ganas. Parecía un tigre con bronquitis. A decir verdad, lo que le salvaba es que le gustaba tanto recibir insultos como repartirlos.

Esa parecía ser su idea de una relación sana.

14. Una visita extraña a un hombre nervioso

Tras conversar con Hardwick, Gurney se acabó lo que le quedaba del café frío, introdujo la dirección de Robby Meese en su GPS, se incorporó a la carretera del condado y se dirigió a Siracusa. Aprovechó el trayecto para considerar formas de aproximarse al joven, distintas personalidades que podría adoptar para hablar con él. Al final, optó por una forma de presentarse a sí mismo y el propósito de su visita que, más o menos, se atuviera a los hechos. Una vez que empezaran a conversar, sabría qué terreno pisaba y maniobraría cuando tuviera que hacerlo.

El acceso occidental a la ciudad, al menos todo lo que podía ver desde el coche, era deprimente. El paisaje estaba marcado por edificios industriales y comerciales moribundos, abandonados y más que feos. Las normas urbanísticas parecían una cuestión incierta, nada definidas. La voz de su GPS lo apartó de la avenida principal hacia un barrio de casas pequeñas y descuidadas con aspecto de haber perdido el color y una vida propia desde hacía mucho tiempo. Se parecía al barrio donde había crecido: una suerte de hogar del fracaso, la ignorancia, el racismo…, pero que conservaba una especie de orgullo insular. Un sitio pequeño en muchos sentidos, triste de diversas maneras.

Tras una nueva indicación de su GPS se concentró en el camino y giró a la izquierda. Recorrió una manzana, cruzó una calle grande, continuó otra manzana y se encontró en un barrio diferente, con más árboles, casas más grandes, céspedes más bonitos, aceras más limpias. Algunas de las casas se habían dividido en apartamentos, pero incluso estos parecían bien cuidados.

Al pasar lentamente junto a una gran casa victoriana de varios colores, el GPS anunció que había «llegado a su destino». Continuó cien metros más hasta el final de la manzana, dio la vuelta y aparcó en el otro lado de la calle, en una posición desde la cual divisaba el porche y la puerta principal.

Al salir del auto, su teléfono emitió un pitido que indicaba la recepción de un mensaje de texto. Se detuvo para leerlo y vio que era de Kim: «El proyecto va. Hemos de hablar cuanto antes. Por favor».

Ese «cuanto antes» era flexible, podía dilatarse al menos hasta después de su reunión con Meese. Bajó del coche y caminó hasta la casa victoriana.

La puerta de la calle situada en el amplio porche daba a un vestíbulo embaldosado con dos puertas más. Había dos buzones montados en la pared entre ambas. En el de la derecha decía: «R. Montague». Gurney llamó a la puerta. Esperó y llamó otra vez con más firmeza. No hubo respuesta. Sacó su teléfono, encontró el número de Meese y lo marcó, pegando la oreja a la puerta para ver si oía sonar un móvil. No oyó nada. Cuando saltó el buzón de voz, colgó y volvió a su coche.

Reclinó el asiento delantero unos centímetros y se relajó. Pasó la siguiente hora ojeando los largos atestados y anexos complementarios que describían los movimientos de las víctimas en las horas anteriores a los disparos. Se sumergió en los detalles, examinando de manera instintiva cualquier elemento sorprendente, cualquier cosa que a los investigadores pudiera habérseles pasado en esa masa de datos.

Nada saltó a la vista. No había relaciones entre las víctimas ni similitudes evidentes, más allá de una buena posición económica, cierta preferencia por la marca Mercedes y una primera o segunda residencia situada en un área de ochenta por trescientos kilómetros. Más allá de ciertos datos profesionales, sobre el pariente más cercano o acerca de los movimientos en las noches de los disparos, no se había recopilado mucha información de historial sobre las víctimas, lo que era comprensible en un caso en el que el criterio obvio de selección de los asesinados resultó ser su vehículo. Si la estrella de Mercedes era el objetivo del asesino, poco importaba quién lo conducía o a qué instituto había ido la víctima.

«Pero ¿qué espero encontrar? ¿Por qué me inquietan tanto estos crímenes en particular?»

No solo estaba nervioso, estaba sediento. Gurney recordó haber visto una tienda a una manzana o dos, en la calle principal. Cerró el coche y se dirigió a pie. Era un comercio cutre, sin clientes, con precios caros, estantes llenos de polvo y un olor desagradable. La nevera de las bebidas olía a leche agria, aunque no había leche dentro. Gurney compró una botella de agua, pagó a la chica, que no disimulaba su aspecto de aburrimiento absoluto, y salió lo antes posible.

Cuando estaba otra vez en el coche, abriendo el agua, sonó su teléfono. Otro mensaje de texto de Hardwick: «Mira tu correo. Perfil EBP. Fíjate en la referencia a la preciosa Becca».

Gurney consultó el correo, abrió el documento adjunto y lo leyó lentamente.

FBI

Grupo de Respuesta de Incidentes Críticos

Centro Nacional para el Análisis del Crimen Violento

Unidad 2 de Análisis de la Conducta

Acceso: restringido, CNACV, código B-7

Categoría del Servicio de Análisis de Investigación Criminal: perfil de delincuente

Fecha: 25 de abril de 2000

Sujeto: desconocido

Alias: el Buen Pastor

Conclusiones basadas en metodologías de perfil inductivas y deductivas, fundadas en análisis factuales, físicos, históricos, lingüísticos y psicológicos del memorando de intenciones del sujeto desconocido; estudio forense de los indicios de la escena del crimen, documentación fotográfica, lugares, horarios y organización, y criterios de selección de víctimas del manifiesto.

BREVE DECLARACIÓN DE OPINIÓN EN RELACIÓN CON EL SUJETO DESCONOCIDO

El sujeto es un hombre blanco, de entre veinticinco y cuarenta años, con estudios universitarios, posible educación de posgraduado e inteligencia excepcional. Excelente funcionamiento cognitivo.

El sujeto es educado, introvertido, formal en sus modales e interacciones sociales. Es mesurado en sus relaciones, con una baja capacidad para la intimidad. Su expresión emocional pública es limitada. Es un perfeccionista compulsivo sin amigos cercanos.

Está bien coordinado, con buenos reflejos. Es posible que haga ejercicio de manera regular en un entorno privado. Sería considerado por sus conocidos como reservado y metódico. Es hábil en el uso de una pistola y podría ser coleccionista de armas o hacer prácticas de tiro.

Su vocabulario es sutil y preciso. La sintaxis y la puntuación son impecables. El estilo de expresión no revela rasgos étnicos o regionales. Aunque es posible que esto se deba a una educación cosmopolita o a una amplia exposición cultural, podría también ser el resultado de un esfuerzo por eliminar las huellas y recuerdos de su educación.

Hay que señalar el empleo de cadencias bíblicas y el imaginario vengativo en su condena de la codicia, su elección del Buen Pastor como forma de identificación y la situación de los animales del arca de Noé en los lugares de los crímenes. Estas elecciones podrían indicar una educación religiosa conflictiva.

Nota: el contexto religioso —en el cual la luz blanca representa lo bueno y la negra (oscuridad) representa el mal— podría explicar la elección de vehículos negros, para subrayar la equivalencia entre la riqueza y el mal.

Su preparación y su ejecución demuestran un elevado grado de organización. Los lugares de acción indican un reconocimiento cuidadoso: todos situados en carreteras utilizadas como vías de conexión entre las principales autopistas y barrios residenciales de clase alta (es decir, zonas prometedoras para que encontrara a sus víctimas). Todas las carreteras están sin iluminar, son poco transitadas y carecen de peajes u otras posiciones de cámaras de vigilancia.

Todos los ataques se llevaron a cabo en curvas a la izquierda. La mejor explicación para esto puede encontrarse en las reconstrucciones de los hechos y los análisis de las escenas: todos los vehículos de las víctimas, después de los disparos, salieron de la calzada por el lado derecho. La razón evidente es que la incapacitación del conductor resultó en la relajación de la presión hacia la izquierda en el volante, con la consecuente tendencia del coche a desviarse de la dirección de giro hacia una línea de movimiento más recta. La consecuencia inmediata sería que, al no girar, el vehículo se apartaría del vehículo del asesino (que estaría en el carril de la izquierda de la víctima en el momento del disparo), y así reduciría las posibilidades de una colisión. El nivel de previsión y sincronización implícita en este proceso situaría a nuestro sujeto entre los asesinos más organizados.

Nivel 1 de motivación: el motivo de los atentados declarado por el sujeto desconocido es la injusticia inherente a la desigual distribución de la riqueza en la sociedad. Asegura que la causa principal de esta desigualdad, y de los problemas sociales que se derivan de ella, es el pecado de la codicia. Asegura que la codicia solo puede ser erradicada eliminando a los codiciosos. Equipara codicia con propiedad de un vehículo de superlujo y ha elegido Mercedes como el arquetipo de ese vehículo. Esto se ha convertido en la característica identificativa de las víctimas que ha escogido.

Nivel 2 de motivación: una superestructura motivacional de este tipo generalmente deriva su energía de una superestructura inconsciente de rabia personal. El caso del Buen Pastor parece adecuado para aplicar una formulación psicoanalítica clásica: una rabia edípica subyacente contra un padre poderoso y abusivo. Mediante el memorando de intenciones, el sujeto desconocido equipara repetidamente codicia, riqueza y poder. También en apoyo de la interpretación psicoanalítica, la elección de arma (la pistola más grande del mundo) tiene implicaciones fálicas insoslayables y es un elemento obvio en este tipo de patología.

Nota: podría presentarse una objeción a la motivación de odio al padre basada en la inclusión de una mujer entre las víctimas. No obstante, Sharon Stone era excepcionalmente alta para ser mujer, tenía un corte de pelo unisex y vestía una chaqueta de cuero negro. Vista por la noche a través de la ventanilla de su vehículo, solo con la luz tenue del salpicadero iluminando su rostro, podría parecer un hombre. También podría darse el caso de que el único criterio del sujeto desconocido sea el vehículo de lujo en sí, con lo cual el sexo del conductor sería irrelevante.

El documento concluía con una lista de artículos periodísticos relacionados con campos como la lingüística, la psicometría y la psicopatología forenses. A continuación había una lista de libros profesionales, obra de autores con muchos doctorados: La sublimación de la rabia, Represión sexual y violencia, Estructura familiar y actitudes sociales, Patologías fomentadas por el abuso, Cruzadas sociales como expresión de trauma temprano. El último de la lista era: Asesinato en serie impulsado por una misión, de la doctora Rebecca Holdenfield.

Gurney pasó al inicio del documento y lo leyó todo una vez más, haciendo lo posible por mantener su mente abierta a cualquier posibilidad. Era difícil. Las conclusiones no tan científicas como pretendían, envueltas en lenguaje científico, así como la petulancia académica general de la escritura, le provocaron las mismas ganas de discutir que le provocaba cualquier perfil que leía.

Por sus más de dos décadas de experiencia en Homicidios, sabía que los perfiles eran ocasionalmente precisos, u ocasionalmente equivocados por completo, pero sobre todo desiguales. Hasta que terminaba el caso nunca sabías si tenías un buen perfil o no; y, por supuesto, si el caso no se cerraba, nunca llegabas a saberlo.

Pero no era solo la falibilidad de los perfiles lo que le molestaba, sino la incapacidad de muchos de sus creadores y usuarios para reconocer esa falibilidad.

Se preguntó por qué se había sentido tan ansioso por leer ese perfil, por qué no podía esperar hasta más tarde, teniendo en cuenta que tenía muy poca fe en ellos. ¿Se debía a su peculiar estado de ánimo? ¿A que deseaba rebatir algo? ¿A que necesitaba discutir sobre algo? ¿Era el mismo impulso que lo empujaba a leer a columnistas políticos con los que no comulgaba?

Negó con la cabeza, enfadado consigo mismo. ¿Cuántas preguntas absurdas se le podían ocurrir? ¿Cuántos ángeles podían bailar en la cabeza de un alfiler?

Se recostó en la silla y cerró los ojos.

Los abrió con un sobresalto.

El reloj del salpicadero indicaba que eran las 17.55. Miró calle abajo, a la casa en la que vivía Meese. El sol estaba bajo en el cielo y la casa quedaba a la sombra del arce gigante que había delante.

Bajó del coche y caminó unos cien metros. Se acercó a la puerta de Meese y escuchó. Estaba sonando alguna clase de música tecno. Llamó. No hubo respuesta. Llamó otra vez. Nada.

Sacó el teléfono, bloqueó el identificador de llamada y marcó el número de Meese. Para su sorpresa, respondió al segundo tono.

—Robert. —La voz era suave, teatral.

—Hola, Robert. Soy Dave.

—¿Dave?

—Hemos de hablar.

—¿Perdón? ¿Le conozco? —La voz se había tensado un poco.

—Es difícil de decir, Robert. Quizá me conoces, quizá no. ¿Por qué no abres la puerta y me miras?

—¿Perdón?

—Tu puerta, Robert. Estoy delante de tu puerta. Esperando.

—No lo entiendo. ¿Quién es? ¿De qué le conozco?

—Tenemos amigos en común, pero ¿no te parece una estupidez estar hablando por teléfono cuando tú estás aquí y yo también?

—Espere un segundo. —La voz sonaba confusa, ansiosa.

La conexión telefónica se cortó. La música se detuvo. Al cabo de un minuto, la puerta se entreabrió.

—¿Qué quiere?

El joven que lo preguntaba estaba de pie, parcialmente detrás de la puerta, sirviéndose de esta como si fuera una especie de escudo o, tal vez, para ocultar lo que sostenía en la mano izquierda. Tenía más o menos la misma estatura que Gurney: metro ochenta. Era delgado, con rasgos duros, cabello oscuro despeinado y ojos asombrosamente azules, como los de una estrella de cine. Solo una cosa estropeaba esa imagen cuasi perfecta: una expresión agria en torno a la boca, un apunte de algo desagradable, como si hubiera algo rencoroso en su alma.

—Hola, señor Montague. Me llamo Dave Gurney.

Vio un débil temblor en los párpados del joven.

—¿Te suena? —preguntó Gurney.

—¿Debería?

—Me ha parecido que me habías reconocido.

El temblor continuó.

—¿Qué quiere?

Gurney decidió arriesgarse lo mínimo, algo que le resultaba particularmente útil cuando no estaba seguro de cuánto podía saber de él su interlocutor. Debía ceñirse a los hechos, pero jugando con el tono. Se trataba de manipular las corrientes subterráneas.

—¿Qué quiero? Buena pregunta, Robert. —Sonrió de manera absurda, hablando con el hastío de un mercenario de vuelta de todo al que le está empezando a dar guerra la artritis—. Eso depende de cuál sea la situación. Para empezar, necesito cierto consejo. Mira, estoy tratando de decidir si aceptar un trabajo que me han ofrecido, y si lo hago, quiero saber en qué términos debería hacerlo. ¿Conoces a una mujer llamada Connie Clarke?

—No estoy seguro, ¿por qué?

—¿No estás seguro? ¿Crees que a lo mejor la conoces, pero no estás seguro? No lo entiendo.

—El nombre me suena, nada más.

—Ah, ya veo. ¿Se te ocurre algo si te digo que su hija se llama Kim Corazon?

Pestañeó con rapidez.

—¿Quién demonios es usted? ¿Qué es esto?

—¿Puedo pasar, señor Montague? Es una cuestión muy personal para hablarla en el umbral.

—No, no puede. —Cambió ligeramente el peso del cuerpo, todavía con la mano izquierda fuera de su campo visual—. Por favor, vaya al grano.

Gurney suspiró, se rascó el hombro, un tanto ausente, y clavó la mirada en Robby Meese.

—La cuestión es que me han pedido que proporcione seguridad personal a la señorita Corazon, y estoy tratando de decidir cuánto cobrarle.

—¿Cobrarle? No…, o sea…, no veo… ¿Qué?

—El caso es que quiero ser justo. Si no he de hacer nada, si solo tengo que tener los ojos abiertos, preparado para ver qué ocurre, entonces es una clase de tarifa. Pero si la situación requiere, digamos, una acción preventiva, entonces es otra clase de tarifa. ¿Me entiendes, Bobby?

El temblor en el párpado parecía estar empeorando.

—¿Me está amenazado?

—¿Te estoy amenazando? ¿Por qué tendría que hacer eso? Amenazarte iría contra la ley. Como agente de policía retirado, tengo un gran respeto por la ley. Algunos de mis mejores amigos son agentes de policía. Algunos de ellos trabajan aquí mismo, en Siracusa. Jimmy Schiff, por ejemplo. A lo mejor lo conoces. Bueno, la cuestión es que siempre me gusta saber qué tarifa puedo aplicar antes de aceptar un trabajo. Seguro que eso lo puedes entender. Así que deja que te lo pregunte otra vez: ¿conoces alguna razón por la cual proporcionar servicios de seguridad personal a la señorita Corazon podría requerir que cobre algo más que mi tarifa normal?

La mirada de Meese traslucía algo de temor.

—¿Qué se supone que he de saber yo sobre sus problemas de seguridad? ¿Qué tiene que ver esto conmigo?

—Tienes razón, Bobby. Pareces un buen hombre, un joven muy atractivo, que no quiere causar ningún problema a nadie. ¿Tengo razón?

—Yo no soy el que está causando problemas.

Gurney asintió lentamente, con calma.

Meese se mordió el labio inferior.

—Teníamos una gran relación. Yo no quería que terminara como terminó. Con esas estúpidas acusaciones. Acusaciones falsas. Mentiras. Difamación. Quejas mentirosas a la policía. Y ahora usted. Ni siquiera entiendo a qué ha venido.

—Te he dicho a qué he venido.

—Pero no tiene sentido. No debería estar molestándome. Debería estar visitando a los cerdos que ella ha metido en su vida. Si tiene problemas de seguridad, es por ellos.

—¿Quiénes serían esos cerdos?

Meese se rio con un ruido desquiciante, como si rebotara, como un efecto de sonido teatral.

—¿Sabía que se está acostando con su profesor, su «director de tesis»? ¿Sabía que se está follando a cualquiera que pueda ayudarla a avanzar en su carrera en la telebasura? ¿Sabía que se está follando a Rudy Getz, el mayor cerdo de todo este puto mundo? ¿Sabía que está completamente loca? ¿Lo sabía?

Meese parecía ir a lomos de una suerte de caballo emocional que no podía controlar.

Gurney quería continuar, para ver adónde llegaba.

—No, no sabía nada de eso. Pero te agradezco la información, Robert. No me había dado cuenta de que estuviera loca. Y esa es una de las cosas que podrían hacer que mi tarifa subiera de lo lindo. Proporcionar seguridad a una mujer loca puede resultar un coñazo. ¿Cómo de loca dirías que está?

Meese negó con la cabeza.

—Lo descubrirá. No voy a decir ni una palabra más. Lo descubrirá. ¿Sabe dónde he estado esta tarde? En el despacho de mi abogado. Vamos a emprender acciones legales contra esa perra. Le aconsejo que se mantenga alejado de ella. Muy lejos. —Dio un portazo.

A continuación, se oyó el paso de dos cerraduras.

Quizás estuviera actuando. Si era así, había que reconocer que lo hacía bien.

15. Escalada

Gurney siguió las indicaciones de su GPS hasta la interestatal. El reflejo turbio de una puesta de sol fucsia se extendía por el lago Onondaga. En casi cualquier otra masa de agua del norte del estado podría haber sido hermoso. Sin embargo, lo que acecha escondido en nuestras mentes afecta a cómo vemos las cosas. Así pues, Gurney no vio la puesta de sol reflejada, sino el infierno de un fuego químico que ardía en el lecho del lago tóxico, quince metros por debajo de la superficie.

El Gobierno y la industria estaban haciendo esfuerzos para reparar los daños que había sufrido el lago. Pero a Gurney no le parecía que eso mejorara mucho la cosa. De una manera extraña, lo empeoraba. Es como cuando ves a un tipo saliendo de una reunión de Alcohólicos Anónimos: parece que hace que su problema parezca más grave que si lo ves saliendo de un bar.

Cuando hacía unos minutos que Gurney estaba circulando por la I-81, sonó su teléfono. Le llamaban desde su casa. Miró la hora. Eran las 18.58. Madeleine ya llevaría al menos tres cuartos de hora en casa después de regresar de su trabajo a tiempo parcial en la clínica. Lo sintió como una cuchillada de culpa.

—Hola, lo siento, debería haber llamado —dijo deprisa.

—¿Dónde estás? —Madeleine parecía más preocupada que enfadada.

—Entre Siracusa y Binghamton. Debería llegar a casa poco después de las ocho.

—¿Has estado todo este tiempo con Clinter?

—Con él, con Jack Hardwick al teléfono, en mi coche con documentos del caso que el propio Hardwick me envió por correo, con el exnovio de Kim Corazon, etcétera.

—¿El acosador?

—No estoy seguro de qué es. Y tampoco estoy seguro de qué es Clinter.

—Por lo que me dijiste anoche parecía peligrosamente inestable.

—Sí, bueno, podría ser. Aunque luego…

—Será mejor que prestes atención a…

Gurney había entrado en una zona sin cobertura de móvil. La conexión se interrumpió. Decidió esperar a que ella le devolviera la llamada. Puso el teléfono en vertical en uno de los soportes para bebidas del coche. Sonó al cabo de menos de un minuto.

—La última cosa que te he oído decir —empezó— era que sería mejor prestar atención a algo.

—¿Hola?

—Estoy aquí. Estamos en un punto ciego.

—Lo siento, ¿qué has dicho? —Era una voz femenina, pero no la de Madeleine.

—Oh, perdona, pensaba que eras otra persona.

—¿Dave? Soy Kim. ¿Estás en medio de algo?

—Exacto. Por cierto, perdona que no te haya llamado. ¿Qué está pasando?

—¿Recibiste mi mensaje? RAM va a seguir adelante con la primera entrega.

—Algo así. «El proyecto va», creo que escribiste.

—El primer programa se emitirá el domingo. No tenía ni idea de que iría tan deprisa. Están usando el material de prueba que filmé con Ruth Blum, como dijo Rudy Getz. Y quieren que siga con todas las entrevistas que pueda, con las otras familias. La serie se emitirá todos los domingos.

—¿Así que las cosas van más deprisa de lo esperado?

—Sin duda.

—Pero…

—Pero nada. Es genial.

—Pero…

—Pero… tengo… un problemita estúpido aquí.

—¿Sí?

—Las luces. Están apagadas otra vez.

—¿Las luces de tu apartamento?

—Sí. ¿Te conté que una vez aflojaron todas las bombillas?

—¿Lo ha hecho otra vez?

—No. He comprobado la lámpara en la sala de estar: la bombilla está ajustada. Así que supongo que será el diferencial. Pero no pienso bajar al sótano a comprobarlo.

—¿Has llamado a alguien?

—No lo consideran una emergencia.

—¿Quién?

—La policía. Puede que le pidan a alguien que se pase después. Pero no debería contar con eso. Los diferenciales no son cuestión de la policía, me han dicho. Han insistido en que debería llamar al casero o al encargado de mantenimiento, o a un electricista, o a un vecino amigo… A cualquiera menos a ellos.

—¿Lo has hecho?

—¿Llamar a mi casero? Claro. Me salió el buzón de voz. Solo Dios sabe cuándo lo escucha. ¿Al tipo de mantenimiento? Claro. Pero está en Cortland, trabajando en otro edificio que es propiedad del mismo tipo. Dice que es ridículo para él ir hasta Siracusa para mirar el diferencial. No va a hacerlo. El electricista al que he llamado me pide ciento cincuenta dólares como mínimo por venir a casa. Y no tengo vecinos muy amigables. —Hizo una pausa—. Así que esto es… mi pequeño problema estúpido. ¿Algún consejo?

—¿Estás en el apartamento ahora?

—No. He salido. Estoy en el coche. Está oscureciendo y no quiero estar ahí sin luces. No dejo de pensar en el sótano, y en lo que podría haber allí.

—¿Alguna posibilidad de que puedas volver a casa de tu madre y quedarte con ella hasta que las cosas se solucionen?

—¡No! —Su respuesta sonó tan enfadada como la última vez que Gurney sacó el tema—. Ya no es mi casa. Ahora «esta» es mi casa. No voy a huir como una niña asustada a casa de mamá, solo porque algún capullo está jugando conmigo.

Sin embargo, sonaba exactamente como una niña asustada que, eso sí, trataba de actuar como creía que debía actuar un adulto. Gurney se sintió un tanto ansioso y responsable.

—Vale —dijo, pasando impulsivamente al carril derecho y hacia una rampa de salida en el último instante—. Quédate donde estás. Puedo estar allí dentro de veinte minutos.

Después de conducir la mayor parte del camino a ciento veinte por hora, diecinueve minutos después estaba en Siracusa, en la manzana poco agraciada donde vivía Kim Corazon. Aparcó enfrente de su apartamento, al otro lado de la calle. Ya estaba anocheciendo. Gurney apenas reconoció el lugar que había visto dos días antes a la luz del día. Buscó en la guantera y sacó una pesada linterna de metal, de las que pueden usarse también como una porra pequeña.

Kim salió de su coche cuando él cruzó la calle. Parecía nerviosa y avergonzada.

—Me siento muy estúpida. —Cruzó los brazos con fuerza, como si estuviera tratando de no temblar.

—¿Por qué?

—Porque es como estar asustada de la oscuridad. Asustada de mi propio apartamento. Me siento fatal haciéndote venir así.

—Venir fue idea mía. ¿Quieres esperar aquí mientras echo un vistazo dentro?

—¡No! No soy una niña. Voy contigo.

Gurney recordó haber tenido esa conversación antes y decidió no protestar.

Ni la puerta delantera de la casa ni la del apartamento estaban cerradas con llave. Entraron, Gurney primero, iluminando el camino con su linterna. Cuando llegó a unos interruptores situados en la pared del pasillo, los movió arriba y abajo sin ningún efecto. En el umbral de la sala, barrió el espacio con la linterna. Hizo lo mismo en los umbrales del cuarto de baño y del dormitorio antes de pasar a la última estancia del pasillo, la cocina.

Mientras movía lentamente el haz de luz por la estancia, preguntó: —¿Has mirado en la casa antes de meterte en el coche?

—Muy por encima. Casi no he mirado en la cocina. Y desde luego no me he acercado a la puerta del sótano. Sé que el interruptor de la luz del techo no va. La otra cosa en la que me he fijado es que el reloj del microondas no funcionaba. Eso significa que el problema es el diferencial, ¿no?

—Supongo que sí.

Gurney entró en la cocina. Kim andaba muy cerca de él, con una mano apoyada en la espalda de Gurney, en la semioscuridad. La única luz procedía de los reflejos cambiantes del haz de la linterna en las paredes y los electrodomésticos. Oyó un golpecito. Se detuvo y escuchó. Lo oyó otra vez y unos segundos después se dio cuenta de que solo era el grifo, que goteaba sobre el metal del fregadero.

Avanzó en silencio en dirección al pasillo de atrás que conducía de la cocina a las escaleras del sótano y a la puerta posterior de la casa. La mano de Kim se movió de su espalda a su brazo y lo agarró con fuerza. Cuando llegó al pasillo, Gurney vio que la puerta del sótano estaba cerrada. La puerta exterior del final del pasillo también parecía bien cerrada, con el cerrojo echado. Aquel espacio cerrado hacía que el sonido del agua que goteaba en la cocina se percibiera aún más claramente.

Cuando Gurney llegó a la puerta del sótano y estaba a punto de abrirla, notó que los dedos de Kim se le clavaban en el brazo.

—Tranquila —le susurró.

—Lo siento. —La chica aflojó un poco la mano, pero no lo soltó.

Gurney abrió la puerta. Enfocó con la linterna y escuchó.

Gota…, gota…

Nada más.

Se volvió hacia Kim.

—Quédate aquí, al lado de la puerta.

Ella parecía aterrorizada.

Gurney intentó decir algo, algo trivial, alguna pregunta que la distrajera, que la calmara.

—El cuadro eléctrico… ¿tiene un interruptor general, además de los interruptores de cada fase?

—¿Qué?

—Solo me preguntaba qué clase de caja es la que me voy a encontrar.

—¿De qué clase? No tengo ni idea. ¿Es un problema?

—No, para nada. Si necesito un destornillador, te doy una voz, ¿vale? —Gurney sabía que todo eso era irrelevante y que sin duda la estaba confundiendo, pero en ese momento prefería que estuviera confusa a que sufriera un ataque de pánico.

Bajó los escalones con cuidado, iluminando con la linterna adelante y atrás.

Todo parecía perfectamente tranquilo y en orden.

Entonces, cuando iba a apoyarse en la barandilla, pues no se fiaba de esa destartalada escalera, y estaba situando su peso en el tercer escalón empezando desde abajo, se oyó un fuerte crujido, el escalón cedió y Gurney cayó hacia delante.

Todo ocurrió en menos de un segundo.

Su pie derecho se hundió junto con el escalón roto al tiempo que su cuerpo se precipitaba hacia delante y hacia abajo. Levantó instintivamente los brazos para protegerse la cara y la cabeza.

Chocó contra el suelo de cemento al pie de la escalera. La lente de la linterna se hizo añicos y la luz se apagó. Notó un dolor agudo. Sintió que una suerte de corriente eléctrica le recorría el cúbito del brazo derecho.

Kim estaba gritando, histérica, preguntándole si estaba bien. Pisadas que se retiraban, corrían, trastabillaban.

Gurney estaba confuso pero consciente.

Intentó moverse para evaluar cuánto daño se había hecho. Sin embargo, antes de que sus músculos pudieran responder, oyó un sonido que le erizó el vello de la nuca. Fue un susurro, muy cerca de su oído. Un susurro áspero y sibilante. Un susurro que sonó como el bufido de un gato furioso: —Deja en paz al diablo.

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